Fecha: 16 de febrero de 2020

Uno de los momentos más significativos de la Visita Pastoral es el encuentro con los enfermos y las personas mayores en los hospitales y  las residencias. Así lo experimento una vez más ahora que estoy haciendo la Visita a las parroquias del arciprestazgo de Mollet. El pasado día 11, fiesta de la Nuestra Señora de Lourdes, celebramos la Jornada Mundial del Enfermo, con un mensaje del papa Francisco centrado en una frase muy significativa del Señor: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11,28). El santuario de Lourdes, que acoge tantas peregrinaciones de enfermos, es una escuela de vida y de realismo, y lo mismo podemos decir del contacto o la visita a un hospital o a una residencia de personas mayores. La vida real no son las fotos retocadas una y otra vez con photoshop, o la obsesión por la estética a la que conduce el postureo en las redes, como tampoco lo es el deseo imposible de no envejecer nunca. La vida real tiene su ciclo, queramos o no queramos, que hemos de aceptar, y conviene estar preparados para vivirlo con la máxima dignidad posible.

Es cierto que los seres humanos hemos nacido para vivir con alegría, y que ese anhelo de alegría está presente en lo más profundo de nuestro corazón. Una alegría grande y duradera, que ayude a dar sentido y plenitud a la existencia. En el transcurrir de la vida no faltan ocasiones de alegría: contemplar la belleza de la creación, la lectura de una buena obra literaria, la audición de una pieza musical, la admiración de una obra del arte o el visionado de una buena película. También nos produce alegría el trabajo bien hecho o el realizar un acto de servicio solidario; mayor alegría todavía encontramos al vivir el amor en familia y la amistad compartida;  por último, experimentamos la alegría en el encuentro con Dios y con los demás.

Pero el camino de la vida también está jalonado por no pocas dificultades, inquietudes y preocupaciones; se hacen presentes el envejecimiento, la pérdida de energías físicas y mentales, la enfermedad y el dolor. Ahora bien, el creyente debe afrontar estas pruebas desde la fe, a la luz de Cristo resucitado. Por eso cuando lleguen el sufrimiento y el dolor, que seguro llegarán, tenemos que convertirlas en oportunidades de encuentro con Dios, ocasión de madurar interiormente, de avanzar en el proceso de conversión.

San Pablo vincula el dolor con el trabajo apostólico: «Ahora me alegro de mis sufrimientos por vosotros: así completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1,24). La revelación nos abre aquí un horizonte inmenso de esperanza. El dolor no es una carga inútil, deprimente, un lastre existencial que se debe evitar a toda costa, o como mucho, soportar con resignación. Se puede convertir en colaboración eficaz en la obra de la salvación si se une a los padecimientos de Cristo, a su cruz. En consecuencia, se convierte en fuente de salvación.

Cuántas veces hemos visitado a enfermos que padecen enfermedades muy graves, que están soportando dolores severos o dolencias progresivas que van minando sus fuerzas. Antes de la visita hacemos acopio de oración, buena voluntad, y de argumentos para llevarles todo el consuelo de que seamos capaces. Pero resulta que después salimos de la visita la mar de edificados al habernos encontrado personas que rezuman paz interior, amor, e incluso una alegría serena y que nos dan un verdadero ejemplo.

Viktor Frankl, el psiquiatra vienés que  fue recluido en un campo de concentración nazi durante la II Guerra Mundial, fue un maestro en el arte de encontrar sentido a la vida. Según él, existe un sentido último en la vida que no depende de nosotros, que apunta a la trascendencia, a Dios. «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11,28). Ahí está la respuesta.