Fecha: 24 de mayo de 2020

Hemos de pasar del libro escrito en el cielo al libro redactado en la tierra.

Hemos de escribir nuestro propio «libro de vida» con nuestro día a día, con nuestra biografía tal como es, con todo realismo y autenticidad. Entonces, si hemos vivido ante Dios y según Él, a pesar de nuestros pecados y debilidades, ese libro nuestro llegaría a ser un testimonio luminoso del gran Libro escrito por el dedo de Dios, es decir, de su Espíritu.

Los ángeles el día de la Ascensión de Jesús, decían a los discípulos: «¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? Jesús volverá». Es hora, pues, de mirar también a la tierra. Y el mismo Jesús les había dicho: «recibiréis el Espíritu Santo, seréis mis testigos hasta los confines del mundo» (cf. Hch 1,1ss.). Así mismo les dio este mandato: «Id y anunciad el Evangelio bautizándoles en el nombre del Padre…» (Mc 16,15).

Aquellos discípulos de la primera hora, con la Virgen María a la cabeza, eran primicia de los inscritos: habían recibido el don inmenso, la gracia de la salvación. ¿Qué significaba esto?, ¿un privilegio, un premio, un honor? No exactamente. Quedaba claro que «El Libro de la vida», antes que un cuadro o lista de honor, se convertía en tarea, en misión. Porque, como sabemos, cada don de Dios comporta una vida consecuente y una tarea, un ser vicio. Así, el mismo «El Libro de la vida» estaba pidiendo la redacción de estos otros libros personales que se escriben con el corazón libre, bajo el signo de la obediencia a la voluntad de Dios.

En efecto, los santos, al llevar aquí en la tierra una existencia de seguimiento fiel a Cristo, con sus debilidades y pecados, con sus luces y gozos, pero habiendo triunfado en ellos la gracia, han escrito con su vida un verdadero libro. Es su testimonio.

Ellos fueron buscadores, muy conscientes de su pobreza. ¿Qué era lo que pedían a Dios con más frecuencia?: que anotara en el Libro, no sus méritos, sino sus lágrimas, como hacía el salmista (cf. Sal 55,9).

Algunos pusieron por escrito su itinerario espiritual. Ningún santo teoriza sobre la santidad sin aludir a cómo él la ha vivido. Muchos se vieron movidos a escribir su trayectoria de búsqueda y encuentro con Cristo. San Gregorio Nacienceno, en pleno destierro escribió Sobre su vida, testimonio de un pastor que sabía sufrir. San Agustín con sus Confesiones, que alabando a Dios se confiaba a aquellos «que le amaban». San Ignacio de Loyola, que reflejó su propia experiencia en sus Ejercicios Espirituales, y otros muchos, como santa Teresa del Niño Jesús, con su bien conocida la Historia de un alma.

Alguna vez estas obras en las que se describe la propia experiencia de vida «con Dios» han sido tituladas así: «El Libro de la vida.»

En estos casos, la palabra «vida» tiene un doble sentido: por un lado, significa el camino existencial, la biografía, que indica el itinerario concreto de la persona hacia la santidad (la unión con Dios); por otro lado, da a conocer, testifica, la obra de Dios en esa persona, el gran regalo de la vida divina otorgada y concretada en su historia. Con estas obras en la mano nadie podrá decir que ser cristiano es un cambio de ideas o una opción de lucha por una utopía nueva…

Podemos descubrir en ellas huellas propias de la mano de Dios, es decir, del Espíritu Santo. Así podemos decir que Dios «escribe» en nuestras vidas para que, leyéndolas, descubramos cuál es su voluntad, su estilo, su manera de amar transformándonos.