Fecha: 2 de mayo de 2021

El Espíritu Santo derrama la totalidad de sus dones en todos los bautizados y confirmados. No son para una minoría de elegidos, ni podemos pensar que haya cristianos que tengan unos y que carezcan de otros. Expresan las disposiciones fundamentales que el Espíritu Santo provoca en los creyentes y que se van manifestando en las decisiones que toman a lo largo de la vida, si se dejan guiar por Él y cuidan su vida cristiana en la escucha de la Palabra de Dios y en la oración. La Sabiduría y los otros dones que guardan relación con ella, como el de ciencia o de inteligencia, no deben confundirse con las cualidades naturales que tienen las personas que destacan en el mundo del conocimiento o de la ciencia. Si fuera así, deberíamos concluir que el Espíritu Santo no distribuye su gracia a todos.

En un momento determinado Jesús pronunció esta oración: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños” (Mt 11, 25). No desprecia a las personas que destacan por sus conocimientos, ni hay que ver estas palabras como un elogio de la ignorancia. San Agustín, comentándolas, hace notar que en ellas contrapone a los “sabios y entendidos” con los “pequeños”. La disposición básica y necesaria para que estos dones fructifiquen en el corazón de los creyentes es la humildad. La sabiduría, que es un don del Espíritu, la viven los humildes y sencillos de corazón.

I es que la sabiduría cristiana es la sabiduría de la Cruz. Hay una sabiduría y una inteligencia incompatible con el Evangelio. Es la del mundo, que se fundamenta sobre la eficiencia, el éxito, el dinero o el poder; es la actitud de aquellos que afrontan la vida pensando que son más que los otros por lo que saben, por lo que tienen o por lo que han conseguido. Esto los lleva a la soberbia y al orgullo. Aunque sean admirados y envidiados por el mundo, a los ojos de Dios son necios, porque no edifican su vida sobre la verdadera roca firme que es Cristo.

La sabiduría del Espíritu consiste en mirar y juzgar los acontecimientos desde la perspectiva de Dios. Espontáneamente las personas valoramos las cosas según nuestros intereses y deseos, o según las consecuencias inmediatas. Son los juicios de valor que brotan instintivamente. Sin embargo, el creyente debe intentar mirar las cosas a través de Dios, tal como las ve Jesús desde la cruz y desde su resurrección. Si vivimos en amistad con Dios, juzgamos la realidad con sus mismos ojos y, ante una contrariedad, no nos dejamos llevar por la reacción espontánea que frecuentemente nos lleva a perder la paz. La sabiduría del Espíritu nos permite ver con naturalidad si aquellas decisiones que tomamos en la vida son según la voluntad de Dios o no; si las motivaciones son o no conformes con el Evangelio; o si los proyectos y objetivos que nos proponemos responden al plan de Dios: que su Reino se haga presente en nuestro mundo.

En las visitas pastorales he conocido a personas sencillas, muchas de ellas ancianas y enfermas, que me han evangelizado. En su capacidad de valorar las cosas desde la fe he visto el don de la sabiduría.