Fecha: 19 de septiembre de 2021

Decimos que cada uno “ha de encontrarse a sí mismo”, ha de descubrir su “yo”. “Tú mismo”, decimos cuando dejamos que el otro haga la tarea solo. Muchos educadores y amigos que pretenden ayudarnos nos dicen: “Sé tú mismo y no te preocupes de nada más”. Pero, cuando escuchamos esto, nos llenamos de inquietud: ¿y si el otro no puede realmente?, ¿y si lo que soy realmente no es bueno?, ¿y si soy un egoísta redomado, un violento, un engreído?…

También decimos que el descubrimiento de la propia interioridad no se puede hacer en solitario, sino que llega a realizarse cuando uno se abre, sale de sí mismo y se encuentra con un “otro”, un “tu” con el que relacionarse. Decimos incluso que, como afirman muchos autores, este es el origen de la salida y búsqueda que todo ser humano realiza anhelando un “tu” absoluto que llamamos “dios”.

El niño realiza un paso decisivo hacia su maduración cuando descubre en el rostro de su madre un sujeto distinto, con el que intercambia sensaciones, afectos, satisfacciones, distancia, etc. Esto es así. Pero inmediatamente uno piensa que este encuentro con el otro servirá para crecer y madurar, a condición de que la relación con él sea realmente positiva. De hecho muchos de los problemas, que se pueden arrastrar toda la vida, tienen su origen en faltas, errores o defectos, vividos en ese período de la vida (normalmente la infancia) en que uno se abre al otro. La posible imagen negativa recibida del otro, sus ausencias, su agresividad, su maternalismo o paternalismo, su indiferencia, su dominio, etc. condicionan toda una vida.

La Delegación Diocesana de Pastoral Vocacional ha elaborado un material para difundir el gran mensaje de “La vocación cristiana”. Trata de la vocación específica de todo cristiano, y su punto de partida es la vocación – llamada que recibimos en nuestro bautismo. Pero, en un momento dado, este documento afirma: “La primera llamada de Dios es a la vida, con ella nos constituye como personas”.

Aquí nos interesa tomar esta observación como punto de partida. Los cristianos, junto con la fe judía, creemos que existir, ser, consiste en “ser llamados”. Creemos que no somos, ni un efecto mecánico de fenómenos físicos o naturales, ni tampoco “unas setas que surgen por casualidad, inesperadamente, en un momento y un lugar determinados”; no somos un simple producto del azar sin sentido… Creemos que existimos porque hemos sido llamados a la existencia. Y esto es así, incluso en hijos engendrados y no deseados. Los que se sienten solos tienen la sensación de no existir.

De hecho, uno de los males de nuestra existencia moderna es la soledad. Hay quienes esperan ansiosamente tener una llamada en el móvil, para sentir que existen para alguien. Otros no paran de llamar, simplemente para salir de la propia soledad…

Uno de los aspectos más liberadores de nuestra fe es la convicción de que en todo momento de nuestra existencia, desde el primer instante hasta la muerte, tenemos al lado un interlocutor estimulando y esperando el diálogo. El inicio de este diálogo, la primera palabra, es una llamada suya. Una llamada gratuita, llena de amor – el mismo amor que motivó su acto creador – y que espera pacientemente nuestra respuesta.

Cuando respondemos sentimos que “somos más”. Entonces aquella invitación “sé tú mismo” es perfectamente válida. Nos la dice Dios, “sé mi criatura, mi hijo, mi amigo”; y se la decimos a Él: “sé tú Dios para mí…”.