Fecha: 22 de mayo de 2022

Vivamos la Pascua en este tiempo de sinodalidad, guiados por el Espíritu Santo Defensor, que engendra la comunión eclesial y nos hace caminar juntos, unos enriquecidos con los dones de otros, todos hermanos, todos complementarios y todos unidos. En este mes de mayo, estamos apresurándonos todas las Diócesis -también la nuestra- a terminar el trabajo sinodal y presentarlo a la Conferencia Episcopal para que se haga una bella síntesis y se aporte a la Santa Sede, a la Secretaría general del Sínodo de Obispos. “¡El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres!”, canta el salmista (Sal 126,3). Y hay que agradecer al Espíritu Santo lo que Él va realizando sin ruido, suavemente, sin que nos demos cuenta demasiado, y quizás sin que se lo agradezcamos lo suficiente. Es el Espíritu quien nos regala el gran don de la unidad de la Iglesia en comunión fraterna y evangelizadora. El Hijo y el Espíritu Santo tienen una misión conjunta, son distintos pero inseparables, y es el Espíritu quien nos une a Cristo y nos hace vivir en Él (cf. Catecismo nn. 689-690).

En la Plegaria eucarística segunda, el sacerdote ruega al Padre: “Te pedimos que santifiques estos dones con la efusión de tu Espíritu, de manera que se conviertan para nosotros en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, nuestro Señor.” Y después de la consagración continúa: “Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo.” Son dos grandes intervenciones del Espíritu Santo que transforma la materia del pan y del vino -Él, que actuó al inicio del mundo y sostiene la creación-, y transforma a las personas, recreando la humanidad dividida y pecadora, en una Iglesia santa y unida –como hizo en Pentecostés-, que manifiesta la caridad de Cristo en el mundo.

Aquel Espíritu creador que se cernía sobre las aguas, al inicio del mundo, que nos habló por las Escrituras santas, ya que Él es su autor principal (Catecismo n. 304), que llenó la Virgen María de gracia y la cubrió como una sombra para que engendrara al Hijo de Dios, es el mismo Espíritu que descendió en plenitud sobre Jesús en el Jordán, y lo ungió (Cristo significa el Ungido por el Espíritu), lo sostuvo en la Cruz y lo resucitó de entre los muertos. Este mismo Espíritu que ha sido dado por el sacramento del orden a los sacerdotes, éstos le hacen descender sobre las ofrendas y las consagra para que Jesús se haga realmente presente, y podamos comerlo para tener vida eterna. Y sigue actuando para que la Iglesia de los bautizados en el agua y el Espíritu sea enriquecida de gracias y conducida en la unidad y la caridad.

Este año, tiempo de Sínodo, Pentecostés debe significar unión de la diversidad de lenguas, para anunciar el Evangelio. Lo desunido, el Espíritu lo hace converger en una unidad nueva, respetuosa de la pluralidad. Cada eucaristía y cada acto de comunión entre los cristianos hace viva y presente una unión de amor y de reconciliación que proviene de Dios mismo. ¡Amemos la unidad, pidámosla, suframos por ella! Nunca nos resignaremos a las divisiones, las críticas, las enemistades. La pluralidad, que es buena porque manifiesta la grandeza inmensa de Dios y de su amor, necesita converger, por amor, en la unidad, el servicio, la entrega a los miembros más débiles. Jesús rezó por esta unidad que significa tanto para los cristianos: “Que todos sean uno en nosotros, Padre, para que el mundo crea que Tú me has enviado” (Jn 17,21). ¡Ven Espíritu Santo, Espíritu de amor, Espíritu de sinodalidad! ¡Ayúdanos a vivir en comunión y a superar las divisiones! ¡Une a todos los cristianos en un solo cuerpo y en un solo espíritu, para que irradiemos el amor de Dios a todos y en todas partes!