Fecha: 23 de febrero de 2025

La enseñanza de la religión en la escuela es un tema que me ha interesado siempre. Repasando mis notas de los últimos años compruebo que lo he abordado en cada curso escolar coincidiendo con los meses de febrero o marzo cuando se empieza a hablar de matrículas e inscripciones. Nunca lo he hecho motivado por un gusto personal o por un determinado y secreto interés profesional. He buscado siempre actuar con convicción y coherencia. La pretensión de mis comentarios se sustenta en la constante obligación que tiene el Obispo para que se pueda hablar y enseñar el mensaje de Jesucristo en todas partes. No cabe la menor duda de que el ámbito escolar es idóneo para una reflexión sobre la importancia del tema de la religión católica y su transmisión a las jóvenes generaciones. En los restantes ámbitos de la sociedad, sea deportivo, cultural o de fiestas populares, también se puede y se debe incidir en la manifestación de la propia fe porque conforma la actuación del ser humano e influye en su modo de afrontar la problemática vital.

Con estas líneas intento en mi exposición conseguir el equilibrio entre dos extremos: no caer en los argumentos anteriores como una mera repetición o buscar una excesiva novedad que me lleve a invenciones que sorprendan a los lectores. Y el equilibrio consiste en recordar la objetividad y la razonabilidad de la fe cristiana además de pedir a padres, profesores y autoridades educativas que ejerzan su responsabilidad personal e institucional para que todos los alumnos reciban una educación integral en la que el cuerpo, la mente y el corazón se sientan engrandecidos por la acumulación de saberes que nos llegan del exterior. También el religioso. El propio sujeto se encarga de acomodar y encajar en su interior lo que le beneficia y le completa en su integralidad.

Se ha escrito mucho sobre este tema de la enseñanza de la religión en la escuela. Y en ocasiones con un fuerte enfrentamiento entre ambas posturas: quienes la suprimirían sin más, no añadiendo argumentos que les parecen innecesarios o una pérdida de tiempo y, por otra parte, quienes aportamos por la presencia de esta enseñanza como un medio de integrar en el ser humano todas las dimensiones indicadas con anterioridad.

Abundan argumentos psicológicos, sociales, académicos, culturales y religiosos que avalan la bondad de la enseñanza. No entramos en la discusión sobre todos ellos porque, seguramente, no es el lugar en este breve comentario. Pero no me resisto a poner un ejemplo ilustrativo de esta postura: es sorprendente que los alumnos, cuando visitan un museo o un templo en alguno de los múltiples viajes que ahora están tan de moda, no sepan situar ni describir lo que contemplan (cuadro, estatua o edificio) siendo una parte fundamental de la cultura en la que han nacido y viven. Es una pena que no sean capaces de disfrutar de todo aquello que las anteriores generaciones han elaborado y han legado como un gran tesoro del que se sentían satisfechos y orgullosos.

Es mucho más elemental mi consejo de hoy: que las familias cristianas valoren por coherencia la importancia de esta enseñanza. Sin ningún tipo de rubor o vergüenza pidan la inscripción. Están actuando en la mejor línea para bien de sus hijos. Que los alumnos descubran que la fe es razonable y, por tanto, integrante del propio plan de estudios. Que los pastores del Pueblo de Dios acompañen en esta benéfica decisión a todos los feligreses. Que los profesores de esta materia vivan y enseñen con autenticidad toda la materia que humaniza y equilibra las emociones y sentimientos del sujeto. Que las autoridades escolares apliquen sin ningún tipo de discriminación los deseos de los padres que son los auténticos responsables de la educación de sus hijos.