Fecha: 1 de juny de 2025

Muchos de los acontecimientos y de los momentos más importantes de la historia han sucedido en la discreción, en el silencio, en el ocultamiento. Nadie pudo ser testigo del origen del universo; nadie, salvo el ángel y María, fue testigo de la Encarnación del Hijo de Dios; solo cuatro o cinco mujeres, un discípulo y unos soldados estuvieron presentes al pie de cruz en el Calvario; nadie vio abrirse el sepulcro del que salió victorioso Jesús. Y solo el pequeño grupo de los apóstoles pudieron ser testigos, ellos sí, de la Ascensión de Jesucristo al cielo, de su regreso a su Padre celestial.

Y esta es la fiesta que celebramos este domingo, la Ascensión gloriosa de Jesucristo al cielo, su triunfo definitivo; y nosotros, aunque no estábamos allí en aquella montaña, aunque no hemos visto nada, lo creemos igual que si lo hubiéramos visto, con la misma alegría, con la misma sorpresa y admiración que los apóstoles. La Ascensión del Señor es la fiesta del regreso a casa, del hijo que vuelve a encontrarse con la familia después de haber realizado la misión que el Padre le había confiado.

Por eso nos alegramos con Jesús, lo alabamos y lo felicitamos a Él y al Padre del cielo por porque es el reencuentro de Dios con la humanidad en Jesucristo, que es Dios hecho hombre. Y su entrada en el cielo sentado a la derecha de Dios debe hacernos pensar también en nuestro regreso a casa, en nuestro encuentro definitivo con Dios. No será lo mismo, está claro, pero también nosotros que somos fruto de una llamada a la vida y a participar de la nueva vida de Hijos de Dios, sabemos que el final de nuestro camino en este mundo no es tampoco nuestro final porque estamos llamados a participar de la victoria y de la gloria del Señor Resucitado, no por nuestros méritos ciertamente, sino por el amor y misericordia de Dios.

A menudo miramos demasiado hacia la tierra, nos falta levantar más nuestros ojos y sobre todo nuestro corazón hacia el cielo. Somos como le que va caminando por las calles de la vida sin pensar que ahí arriba hay un cielo, luminoso y feliz que nos espera. Las dificultades, los quebraderos de cabeza, las distracciones del camino y también las luces, las músicas, las voces y las palabras que nos envuelven y nos aturden nos impiden con demasiada frecuencia elevar nuestros ojos más allá de lo que tenemos delante.

La Ascensión del Señor es el aval, el pasaporte que Él nos ha querido dejar para nuestro caminar por este mundo como ciudadanos del cielo. Es lo que llamamos la esperanza de la vida eterna. Sí, es verdad que tenemos mucho trabajo que hacer aquí en la tierra, pero no podemos olvidar que un día volveremos como Jesús con nuestra verdadera familia, y que lo único que contará entonces será el amor con el que hayamos vivido nuestra misión. Acostumbrémonos a levantar de vez en cuando los ojos en el cielo, desde donde nos mira con amor el Señor, y nos espera.