Fecha: 20 de julio de 2025

Vivimos tiempos complejos, con tensiones culturales y políticas que a menudo se traducen en discursos excluyentes. En este contexto, la Iglesia, como tantos otros actores sociales, se ve interpelada. A veces, cuando su voz —que a menudo es plural— o su acción no se ajustan a determinadas visiones de la sociedad, se cuestiona su presencia pública. Y esto nos invita a una reflexión serena pero necesaria.

No somos una ONG ni debemos parecer una extensión de ningún poder político o ideológico. Somos una comunidad de fe plural, llamada a servir, acoger, integrar y anunciar el Evangelio de la vida y de la paz.

Nuestra historia nos ha enseñado la importancia de la autocrítica, de la escucha y del diálogo sincero con otras visiones y creencias. No aspiramos a tener privilegios ni a imponer nada a nadie, pero sí pedimos poder contribuir, como cualquier otra entidad, al bien común con libertad y respeto.

Una sociedad democrática y madura no es la que homogeneiza ni excluye, sino la que sabe integrar las diferencias. La que reconoce en cada institución, colectivo y persona un valor que aporta. Y esto vale tanto para el ámbito social como para el religioso. Me preocupa ver crecer actitudes extremas o excluyentes que, desde posiciones políticas, coinciden en querer censurar o limitar la pluralidad y el diálogo.

La verdadera libertad no consiste en imponer una sola visión del mundo, sino en abrir espacios donde todos podamos expresarnos y aportar. Especialmente hay que tener presente el rostro de los más vulnerables: ellos deben ser siempre el centro de nuestra acción y de nuestra mirada. Eso es la civilización: cuidar de los demás.

A raíz de acontecimientos ocurridos en el mes de julio dentro y fuera de Cataluña, cabe preguntarse si no estamos entrando en una dinámica sutil de censura laicista o de colonización ideológica de las creencias religiosas.

La convivencia democrática no se alcanza suprimiendo la diferencia, sino aprendiendo a convivir con ella. Y eso incluye la voz y la acción tanto de la Iglesia como de otras confesiones religiosas, con sus convicciones y sus límites, pero también con su sincera voluntad de servir y construir juntos eso que quiero volver a recordar: el bien común.

Solemos decir que en la Iglesia cabe todo el mundo, pero ¿y en nuestras calles y plazas? Lo queremos vivir así no solo dentro de nuestros templos, sino también en las calles y plazas de nuestras ciudades y pueblos.