Fecha: 17 de agosto de 2025
Estimados hermanos y hermanas:
El pasado viernes, 15 de agosto, celebramos la solemnidad de la Asunción de la Virgen María. La victoria de María sobre la muerte nos recuerda que toda su vida adquiere sentido en un eterno Magnificat (cf. Lc 1,46-55), porque sólo Ella, abrazada a la Cruz de su Hijo, nos enseña que es el amor lo que eleva la vida.
«Jesús y María recorren el mismo camino: dos vidas que suben hacia lo alto, glorificando a Dios y sirviendo a los hermanos», reveló el Papa Francisco, hace dos años, al recordar esta solemnidad. Jesús «como el Redentor, que da su vida por nosotros, por nuestra justificación»; y María «como la sierva que sale a servir»: dos vidas «que vencen a la muerte y resucitan; dos vidas cuyos secretos son el servicio y la alabanza».
Dos vidas en una sola: la del Eterno Padre, traspasada por el soplo del Espíritu. Los ojos de María, asociada desde el principio a la promesa salvadora de Cristo, son los de la humanidad doliente; la que confía, espera y ama porque sabe que, en la ofrenda que se dona en silencio, Dios obra para la salvación del mundo.
Le pedimos que nos ceda su mano para permanecer, cada día, más cerca del Padre, muy cerca de Jesús. Su maternidad divina es la fuente de su grandeza, el horizonte sagrado situado en lo más alto de la montaña, lugar del encuentro con Dios, que espera nuestra visita y nuestro canto.
Hoy, en la voz del apóstol Pablo, celebramos el triunfo de María con la glorificación de su cuerpo virginal, recordando que «cuando este cuerpo mortal sea revestido de inmortalidad, entonces sucederá lo que fue escrito: la muerte fue absorbida en la victoria» (1 Cor 15, 54).