Fecha: 7 de septiembre de 2025
Estimados hermanos y hermanas:
Con el nuevo curso escolar recién estrenado, damos la bienvenida a un tiempo de gracia en el Señor para volver a lo esencial, a la entrega de la vida ordinaria, al pan de cada día que se hace presente en lo cotidiano de la existencia.
Tras el descanso merecido y necesario para el cuerpo y el espíritu, retomamos la tarea común y, con ello, ordenamos lo esencial, lo que nos habita por dentro. ¿Qué supone esto? Aprender a ofrecer la vida, el trabajo, el sacrificio, las alegrías y, cómo no, también las dificultades.
Siempre que se aproximan estas fechas, mi corazón vuelve a aquellos años de la infancia, donde preparaba la mochila, los libros de texto, los cuadernos, el estuche, los bolígrafos y todos los materiales escolares necesarios para comenzar con ilusión un nuevo curso. Era tal la alegría que me provocaban estos días que, según lo recuerdo, puedo sentir la misma satisfacción.
Y me viene a la memoria una escena que se repetía cada año: el primer día de clase, ya en el colegio, cuando abría la mochila, siempre me encontraba una estampa del Sagrado Corazón de Jesús. Mi madre, que siempre fue una cristiana piadosa y fiel, dejaba la imagen cuidadosamente colocada en uno de los bolsillos. Yo la miraba y la besaba con delicadeza, para que no se rompiese. Y cuando algún compañero me veía hacerlo en silencio, sonreía con la misma ternura que mi madre, como si fuese ella la que me estaba mirando en ese instante.
Hoy, a las puertas de un nuevo curso, pienso en aquella escena de cuando era niño y le pido a Dios que, de la misma manera que mi madre y todas las madres y padres del mundo cuidan a sus hijos, Él vele por las vidas que descansan en su amor.
Es tiempo de ofrecer nuestras labores, inseguridades y cansancios, de anteponer el corazón de Cristo al nuestro, sobre todo en esos momentos en los que nos sentimos más débiles y menos entregados. Porque ahí, cuando atravesamos el sendero de la fragilidad, apreciamos el verdadero sentido de la debilidad, que es un regalo que Dios nos hace para hacernos fuertes (2 Cor 12, 7b-10).
Vivimos en un mundo en el que nos avergüenza mostrar lo frágil de nuestro ser, la herida aún sin curar, el abandono en los brazos del desamparo. Y olvidamos que por esa grieta entra Dios: como un tiempo de gracia por vivir, como un beso a la estampita del Sagrado Corazón de Jesús que una madre guarda, con sumo cuidado, en la mochila de su hijo para que le cuide cuando comienza un nuevo curso.
 
					

