Fecha: 28 de septiembre de 2025
Permitidme que dirija hoy mi reflexión de modo especial a los pastores de la Iglesia, a mí mismo como obispo, a los presbíteros y a los diáconos. Porque nos es necesario de vez en cuando actualizar la conciencia de lo que somos, de nuestra propia identidad. Cuando Jesús envió a sus apóstoles a predicar la Buena Nueva estos se dispersaron por todo el mundo y fueron predicando y creando y fundando comunidades, iglesias, dejando unos representantes suyos, un sucesor suyo como obispo, con unos ancianos y unos diáconos como colaboradores suyos. Así lo vemos en los Hechos de los Apóstoles y en las cartas de san Pablo. Este es el origen de las iglesias locales o particulares unidas entre sí con los vínculos de la fe y de la caridad y formando así la Iglesia universal.
Pero, ¿cuál es la esencia y cuáles deben ser los rasgos característicos de estos sucesores de los apóstoles y de sus colaboradores que ya desde los primeros momentos de la iglesia encontramos como responsables de las comunidades cristianas? Podemos resumirlo en tres idees: consagración, comunión y misión. Con la imposición de las manos hemos sido consagrados en Jesucristo el Buen Pastor, y de ahí deriva la comunión con él y entre nosotros, y la misión continuación de la suya y que compartimos también.
En este sentido podemos decir que la misión de los obispos, de los presbíteros y de los diáconos es la misma que la de los apóstoles, y la de estos fue participar de la misma misión de Cristo, como él mismo les dijo después de resucitar: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado a mí, también os envío yo a vosotros» (Jn. 20-21). Y días después, antes de subir al cielo les dijo: «He recibido plena autoridad en el cielo y en la tierra. Id, pues, a todos los pueblos y haced discípulos míos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado» (Mt. 28, 19-20).
Por eso se puede decir que la identidad y la misión de los obispos, de los presbíteros y de los diáconos es que somos imagen y presencia de Jesús Buen Pastor en medio del mundo. Esto es lo que somos, esta es nuestra identidad propia, de modo que quien nos mire vea la imagen de Jesús Buen Pastor, que da la vida por sus ovejas. Y en segundo lugar, la suya es una misión de servicio, somos servidores no dueños, porque el mismo Jesús, cuando un día los apóstoles discutían entre ellos porque querían los primeros puestos, él los llamó y les dijo: «Ya sabéis que los gobernantes de las naciones las dominan como si fueran dueños y que los grandes personajes las mantienen bajo el su poder. Pero entre vosotros no debe ser así: quien quiera ser importante en medio de vosotros que se haga vuestro servidor, y quien quiera ser el primero que se haga vuestro esclavo; como el Hijo del Hombre, que no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida como rescate por todos» (Mt. 20, 25-28).
Solo así podemos entender qué es un obispo que literalmente significa supervisor, qué son los presbíteros que significa ancianos y qué son los diáconos que significa servidores. Ciertamente, no es fácil esto en el mundo actual y solo puede entenderse en la medida en que tenemos la mirada y el corazón puestos en Jesús presente en la Iglesia, no como un grupo o asociación, sino no como verdadera familia de Dios en la que cada uno tenemos un papel, una misión, y todos somos necesarios como ocurre también en la familia humana. Y como familia nos necesitamos unos a otros, necesitamos vivir y experimentar la fraternidad ministerial entre nosotros y necesitamos también experimentar la ayuda, la colaboración, la oración y el afecto de los fieles.
Ser presencia de Jesús que es el Buen Pastor y Servidor, esa es la identidad del ministro de la Iglesia, esa es la vocación a la que hemos sido llamados y esa es la petición que debemos presentarle todos, que llame y nos envíe servidores suyos, consagrados a ser presencia suya. Como dice también Jesús: «La cosecha es abundante, pero los segadores son pocos. Rogad, pues, al dueño de los sembrados que envíe más segadores» (Lc. 10, 2). Porque los necesitamos.