Fecha: 5 de octubre de 2025

Cuando se hace memoria de la Jornada mundial por el Trabajo decente, que se celebra cada año el día 7 de octubre, la Iglesia quiere unirse a los millones de personas trabajadoras de todo el mundo en la reivindicación de que tener un trabajo decente no es ningún privilegio. El trabajo decente lleva años siendo un derecho reconocido por las leyes de todos los países democráticos de todo el mundo.

Después de 134 años de la Encíclica Rerum Novarum del Papa León XIII, duele constatar todavía hoy, en 2025, que después de muchos y muchos años de reivindicaciones todavía tengamos entre nosotros muchas personas que no tienen sus derechos laborales reconocidos. Personas que carecen de contrato laboral, de un trabajo seguro y saludable, de un sueldo digno. A menudo la mayoría de estas personas afectadas lo son porque no han podido regularizar su situación administrativa, pero nunca se puede obviar que son personas como todo el mundo.

El trabajo que por lo general se puede encontrar hoy no siempre es un camino que facilite la inclusión. Muchos jóvenes, mujeres, familias con niños y personas migrantes se encuentran abocadas a riesgos crecientes de pobreza y exclusión, incluso en el caso de tener un trabajo. Recordemos las palabras del Papa Francisco al inicio del Jubileo 2025 cuando exhortaba a mantener viva una esperanza activa que no se resigna, ni abandona, sino que organiza, denuncia y se esfuerza por encontrar alternativas. Como cristianos sabemos que el derecho y la dignidad del trabajo nos vienen expresados ya en la Sagrada Escritura cuando, después de crear los primeros seres humanos, Dios los bendijo y les dio el encargo de transformar la tierra, de colaborar en la obra de la creación con su Trabajo: «Dios creó al hombre a su imagen, lo creó a imagen de Dios, hombre y mujer los creó. Dios los bendijo diciéndoles: Sed fecundos y multiplicaos, llenad la tierra y dominadla; someted los peces del mar, los pájaros del cielo y todos los animales que se arrastran por la tierra» (Gen.1, 27-28).

Coincidiendo con el Jubileo de la esperanza es oportuno recordar que el Banco Central Europeo en uno de sus últimos informes dice que una parte muy importante del fuerte crecimiento de nuestra economía se ha logrado gracias a la aportación de las personas trabajadoras migrantes. Desgraciadamente, esta aportación a menudo no tiene el reconocimiento social que merece ni por la calidad ni por la importancia de los trabajos que realizan, sobre todo en el mundo de los servicios sociales y del acompañamiento.

Se haya nacido aquí o en otro país, poder tener un trabajo decente reconoce la dignidad de la persona, permite sostener a la familia, ayuda al desarrollo comunitario y garantiza el respeto de todos, sin discriminaciones. Un trabajo decente dignifica, facilita poder cuidarnos como hermanos y mantener la esperanza. Por eso, desde la Iglesia se reivindica que el trabajo decente no es nunca un privilegio, sino que es un derecho que hay que promover con firmeza. Pedimos a Dios que todos los hombres y mujeres puedan tener, pues, un trabajo digno y puedan vivir así con paz y libertad.