Fecha: 12 de octubre de 2025
Aquí estamos de nuevo: la misión es apasionante, ciertamente agotadora, pero también fascinante. Que nadie decaiga. La experiencia confirma la dureza y la alegría. Los aciertos y los fracasos son nuestro pan de cada día. No hace falta pensar ni que lo tenemos todo hecho –dato evidente si observamos nuestro entorno inmediato–, ni que no se puede hacer nada de nada. Lo que nos dicen nuestras vivencias pastorales es que parece bastante sensato saber medir las propias fuerzas, es decir, ser de los que no rechazamos nunca a nadie y nos dejamos ayudar; ser, obviamente, de los que en toda acción pastoral reconocemos los dones que el Espíritu nos ofrece para seguir siendo testigos creíbles; ser de los que no nos entristecemos con facilidad y, por tanto, ser de los que recordamos que Dios es quien tiene la última palabra.
Hoy, pues, como eco del evangelio que la Iglesia nos ofrece, quisiera hacer mención de uno de aquellos dichos que usamos para expresar la convicción de haber hecho lo que debíamos hacer, aquel que dice: «Obra hecha, nada pesa».
No quisiera hacer de ello una lectura centrada únicamente en nosotros mismos. La misión es obra del Espíritu; nosotros somos instrumentos de Dios. En todo caso, quisiera subrayar la importancia de hacer lo que está en nuestras manos, ni más, ni menos.
El Reino que Jesús anunció con su vida es de Dios, no nuestro. Nosotros nos disponemos a vivir como discípulos y misioneros, llenos de esperanza. Somos de los que nos reconocemos como instrumentos suyos, y es el Espíritu Santo quien nos otorga la capacidad de vivir las bienaventuranzas.
El papa Francisco nos advirtió, en un escrito suyo, Gaudete et exsultate, del peligro del neognosticismo y del neopelagianismo. Me explico: convertirse en verdaderos instrumentos para la misión no puede reducirse a un conjunto de conocimientos al alcance únicamente de unos expertos, ni puede ser fruto de un voluntarismo extraordinario, a prueba de bomba, en manos solo de los más fuertes.
Así, pues, a cada uno le toca hacer aquello que Dios le ofrece como tarea, como responsabilidad, empezando por las situaciones más pequeñas, cotidianas e imperceptibles. Si somos fieles en las cosas pequeñas, lo seremos en las de mayor envergadura.
Nuestras acciones, sin embargo, no pueden quedar separadas del agradecimiento. Más allá del éxito o del fracaso, este ser agradecidos nos permite a todos seguir diciendo en voz alta: «¡La esperanza existe!». El hecho de decir «gracias», o simplemente vivir agradecidos, es un acto muy profundo de humildad.
Cualquier misionero sabe regresar al lugar de donde partió para agradecer sus propias raíces, sus orígenes. No porque fueran perfectos, sino porque, para bien o para mal, sirvieron de alguna manera para empezar a caminar.
Por favor, estimados diocesanos de Lleida, seamos agradecidos con la fe que nos han transmitido nuestros antepasados. Seamos de los que no nos cansamos nunca de vivir el don de la fe con valentía y gratitud. Hagamos lo que nos toca hacer, porque «obra hecha, nada pesa». No olvidemos nunca quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos. Es así como nuestra misión se nos mostrará siempre como un don del Espíritu Santo y, por tanto, apasionante, a veces un poco pesada, pero, al mismo tiempo, siempre esperanzadora.