Fecha: 26 de octubre de 2025

La sabiduría popular dice que, cuando nos disponemos a iniciar cualquier proyecto, deberíamos calcular cuáles son nuestras posibilidades reales de llevarlo a cabo. Algunos opinan que, en la vida, solo es necesario tener un objetivo claro y definido. Si se consigue, parece que todo ha sido un éxito; si, por el contrario, no sucede como se esperaba, parece como si la vida fuese algo oscurecido, triste y melancólico. Otros son partidarios de tener muchos objetivos en la vida, lo que provoca un gran entusiasmo inicial, pero también una gran dispersión. Los planteamientos vitales son infinitos. Lo vemos con frecuencia: cada cabeza es un mundo.

Tengamos un proyecto o muchos, permitidme que establezca un paralelismo —a mi parecer nada forzado— entre el mundo de la misión y el mundo del deporte, tan cercano hoy en día a nuestras vidas. Sabemos que los grandes deportistas incrementan la intensidad de sus entrenamientos a medida que se acercan las fechas decisivas de su competición. Al mismo tiempo, son ellos quienes regulan las fuerzas para no acabar agotados antes de tiempo. Todo tiene su razón de ser. En el ámbito eclesial, refiriéndonos a la misión, nos sucede lo mismo. Lo expreso con un dicho que puede parecer curioso y muy gastronómico: «a barriga llena, no hay mal que duela».

¿De qué entrenamiento hablamos cuando nos referimos a la misión? Ya hemos hecho referencia a la importancia de la presencia, de la formación, de poner al servicio de los demás nuestras cualidades y talentos. Hoy quiero mencionar la necesidad de tener la barriga llena. No me refiero, por supuesto, a ningún aumento innecesario de peso, sino al hecho de recordar la importancia de anticiparnos a la misión a través de la oración.

La oración es un elemento esencial. No es broma. Rezamos para alimentar nuestro corazón, nuestra misión. La Iglesia, que es misionera por su propia naturaleza, se cuida a sí misma a través del diálogo íntimo con Dios. Escucha y habla. Acoge y ofrece. Recibe y pide. En el tiempo de la oración es cuando se cuece todo. Sin la oración, no nos entendemos.

Nuestra diócesis de Lleida, como todas las diócesis del mundo, no es una tierra fácil para la misión. El agotamiento acumulado, en muchas ocasiones, perjudica seriamente el hecho de reconocer los buenos frutos del Reino de Dios. Las dificultades para vivir el Evangelio existen en todas partes, pero también se detectan oportunidades. La salud espiritual del misionero, nuestra salud, comienza por cuidar la calidad de nuestra relación con Dios. La oración tiene su lugar privilegiado en nuestro corazón a nivel personal, pero también a nivel comunitario, en la Eucaristía, que es el corazón de la Iglesia. La Eucaristía es la oración por excelencia de los cristianos. Ella es la que nos impulsa continuamente a renovar nuestra misión y a convertirnos en testigos creíbles del Reino de Dios en medio del mundo. La oración comienza en el transcurso y el bullicio del día a día, pasa por el silencio y retorna a la vida en forma de gestos y acciones de amor.

Hoy, como hemos ido diciendo, se nos exige velar por la calidad de nuestros planteamientos, sin querer alejarlos de la realidad ni distanciarlos de la vida cotidiana. Cristianos de ciudad y de pueblo, de todas las condiciones y procedencias, todos estamos llamados a alimentar nuestra vida interior con la oración dirigida a Dios, sobre todo aquella que comienza diciendo «Padre nuestro…». La oración es el buen alimento que nos llena del Espíritu, porque lo sabemos con certeza: «a barriga llena, no hay mal que duela».