Fecha: 2 de noviembre de 2025
Estimados hermanos y hermanas:
Cada año, cuando noviembre abre de par en par sus puertas, la Iglesia nos invita a mirar hacia el horizonte último de nuestra esperanza: el Cielo. Hoy celebramos la conmemoración de los fieles difuntos, ese misterio inabarcable en el que los límites del tiempo, la distancia y la muerte se ven desvanecidos en la luz de Cristo Resucitado. En el corazón de esta comunión, con la ternura de quien recuerda al amor de toda una vida, tenemos presentes a nuestros hermanos difuntos. Y no lo hacemos solamente por ellos, sino también con ellos: porque su vida no ha terminado, sólo ha comenzado en un hogar mejor; su amor no ha desaparecido, sólo ha sido purificado en los jardines de la eternidad.
Este día, en el que percibimos que la comunión de los santos es una realidad viva, misteriosa y consoladora, el alma de la Iglesia se ensancha. Nuestra oración, como un tejido invisible donde cada alma participa de la gracia redentora, se vuelve un puente, un camino, un hilo invisible que une el latido de la tierra con el del Cielo.
Dice el Evangelio que nuestro Dios «no es Dios de muertos, sino de vivos, porque para Él todos viven» (Lc 20, 38). Nuestros difuntos, por tanto, habitan en Dios, en ese refugio de Amor infinito, al cobijo de la Vida eterna.
Hoy, también, quisiera invitaros a rezar con ellos, a hablarles desde el corazón, a mantener viva esa comunión que –habitada desde la presencia de Dios– no muere jamás. A veces, cuando el silencio pesa como un muro y el duelo se hace herida intolerante, podemos decir en lo hondo: «Madre, amigo, hermano a quien no conocí en esta frágil tierra, reza tú también por mí, desde donde estás, y acompáñame con tu presencia invisible».
En la liturgia de estos días, el tiempo se abre al Misterio y la Iglesia nos enseña a vivir la muerte no como una ruptura, sino como un encuentro suspendido. Así, nuestros difuntos participan de esa comunión de amor que nos sostiene, nos custodia y nos abraza. Ellos, purificados en la fuente de la misericordia, son memoria viva de lo que fuimos y anuncio entrañable de lo que algún día seremos.
La oración es el lenguaje del alma que se siente velada y cada gesto de caridad traspasa la frontera de la muerte. Vivamos, pues, sabiendo que en ellos –quienes viven en el corazón de Cristo–, la promesa del Hijo de Dios ya ha comenzado a cumplirse, y desde allí nos esperan, interceden por nosotros y nos aman.
El amor no se detiene ante el sepulcro, porque el recuerdo que ora es ya participación en la eternidad.
 
					

