Fecha: 2 de noviembre de 2025
Hoy domingo celebramos en un solo día la fiesta de Todos los Santos. ¡Qué gran alegría! Esta celebración litúrgica viene precedida por el recuerdo de todos nuestros hermanos difuntos. El sabio dicho que hoy rescatamos es bien conocido: «Cada santo tiene su octava». Si no me equivoco demasiado, esta expresión se ha forjado a lo largo del tiempo para ayudar a quienes, entre nosotros, somos un poco olvidadizos. Pondría la mano en el fuego y no me quemaría si dijera que, a lo largo de la historia, han existido santos y santas algo despistados. Somos como somos. Dios otorga dones diversos.
También creo no equivocarme si afirmo que todos los que se han dejado guiar por el Espíritu Santo han sido cristianos y cristianas de una sensibilidad y una finura altísimas. Así es que, seamos como seamos, todos recibimos una firme invitación a ser santos. El hecho de aceptar a Dios y su propuesta de una manera central hace que nos vayamos convirtiendo en los testigos que Dios quiere que seamos. Así, entre todos, vamos componiendo una bella melodía, inicialmente un poco curiosa, pero en el fondo muy armoniosa, gracias a la cual resuenan con fuerza las bienaventuranzas que Jesús propuso con su vida.
Jesús quiere que la felicidad para nosotros no sea anecdótica. La felicidad está estrechamente asociada a la santidad. Los santos han sido felices porque han vivido las bienaventuranzas, y ninguno de nosotros olvida, ni por un instante, la firme voluntad de alcanzar una felicidad plena, absoluta, evidente, perenne. De entre todas las bienaventuranzas, resuena desde siempre de una manera muy intensa en mi corazón: «¡Felices los pobres en el espíritu: de ellos es el Reino de los cielos!», pero también: «¡Felices los que trabajan por la paz: serán llamados hijos de Dios!». Lo he pensado mucho tiempo, y os aseguro que, especialmente, estas dos bienaventuranzas son las que siempre me han interpelado de una manera muy intensa. Los pobres son llamados a la paz, es decir, a la felicidad. La humanidad entera, también.
«La paz» es un rasgo que define la vida de santidad. No es solo ausencia de violencia, sino una firme actitud de querer pacificar nuestros ambientes, relaciones, familias, pueblos y ciudad a través del diálogo. ¿Cuánto nos queda por aprender a dialogar? Nuestra vida no está llamada a ser una tertulia, donde todos hablan y alzan la voz y, al final, parece que la verdad sea un espejismo. Hoy en día, cuando la polarización, el enfrentamiento y la radicalización son tan habituales, los santos y las santas se han empeñado en dialogar y, por tanto, en escuchar. La manera de resolver estos escenarios de dificultad no pasa por la fuerza de quien más grita o de quien más se hace oír. La razón no vence por el camino de la imposición. La verdad se vive, y así se muestra. Los santos y las santas son de aquellos que quieren favorecer en todo momento el diálogo como el camino más verdadero para alcanzar la felicidad.
Me gustaría recordar a aquellos santos, quizá un poco despistados, pero también encantadores, que han sido grandes impulsores del diálogo. Y es que la misión, en cualquiera de sus ámbitos, pasa por el hecho de compartir la palabra, el tiempo y, por tanto, la vida.
Ninguno que se diga cristiano perjudicará la felicidad de quienes tiene a su lado. Porque mi felicidad también es la felicidad de los que tengo a mi lado, en mi calle, en mi pueblo, en mi ciudad. Este es el camino de los santos, humildemente insistentes en no desfallecer en su misión de ser hombres y mujeres de paz. Que no se nos olvide: la santidad comienza ahora y hoy. Y si se nos fuera de la cabeza, deberíamos decirnos, una vez más, que «cada santo tiene su octava».
 
					

