Fecha: 16 de noviembre de 2025
Estimados hermanos y hermanas:
En el corazón de la Jornada Mundial de los Pobres que celebramos hoy, siento que el Señor nos convoca a un encuentro fraterno, entrañable y profundo: no solo con quienes sufren el drama de la precariedad, sino con Él mismo, quien «siendo rico, se hizo pobre por nosotros para enriquecernos con su pobreza» (cf. 2 Cor 8,9). Así, al mirar el rostro del pobre, descubrimos el rostro de Cristo.
El salmo que inspira el lema –Tú, Señor, eres mi Esperanza (Sal 71,5)– se convierte en eco de la experiencia de tantos que viven al borde: sin seguridad, sin recursos, sin voz. Y, sin embargo, su mirada al cielo, su súplica rendida y su dependencia de Dios revelan para nosotros un testimonio de confianza que no flaquea. El Señor espera y desea que le reconozcamos en el pobre. Este es, quizá, el culmen silencioso de la fe cristiana, porque no es un acto exterior, sino una revelación interior. El pobre no es únicamente destinatario de nuestra compasión, es sacramento vivo de la presencia de Cristo, donado en su fragilidad más absoluta. San Juan Crisóstomo lo revelaba con una fuerza extraordinaria: «¿Quieres honrar el cuerpo de Cristo? No lo desprecies cuando lo veas desnudo; no lo honres aquí en el templo con telas de seda mientras fuera lo dejas sufrir frío y desnudez» (Homilía sobre Mateo, 50, 3).
En el mensaje para esta Jornada, el Papa León XIV nos recuerda que los pobres «no son una distracción para la Iglesia», sino «nuestros hermanos y hermanas amados, pues con sus vidas, sus palabras y su sabiduría nos ponen en contacto con la verdad del Evangelio». Este enfoque nos ayuda a cambiar el paradigma: no se trata únicamente de dar una limosna, sino de sentarnos a su lado, compartir su dolor, mirarles a los ojos, preguntarles su nombre, tomarles la mano, contemplar su soledad y reconocer en ellos una presencia que nos evangeliza. Os invito a hacerlo, lejos de la prisa por cumplir un deber, con el corazón dispuesto a recibir y aprender.
Nuestra fe alcanza su plenitud cuando descubrimos esta verdad absoluta: que Dios se deja encontrar en el mendigo, en el enfermo, en el anciano, en el solitario; y que, al tenderle la mano, entramos en comunión con el propio Señor, que nos dice a media voz: «Lo que hicisteis con uno de estos pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40).
En el rostro del que sufre, Cristo se oculta y se revela; espera ser reconocido, amado, tocado. San Juan Crisóstomo plantea otra pregunta desarmante: «¿Qué ventaja puede tener Cristo si la Mesa del sacrificio está llena de vasos de oro, mientras luego se muere de hambre en la persona del pobre?». Celebremos hoy que la esperanza ha tomado carne en aquel que tiene falta y que el pobre no es solo un problema a resolver, sino un misterio a contemplar, pues en su rostro nos mira el Señor Jesús. Caminemos juntos hacia una humanidad nueva, donde ninguno sea invisible, donde todos seamos hermanos.


