Fecha: 23 de noviembre de 2025
Estimados hermanos y hermanas:
Hoy, cuando celebramos la solemnidad de Jesucristo Rey del Universo, ponemos los ojos en el corazón de un madero áspero, inhumano y escabroso donde un hombre coronado de espinas muestra su Reino desde una Cruz. Es ahí, en ese horizonte donde todo parece pérdida, donde se revela la verdadera realeza de Cristo: un reinado que no domina, sino que cura; un trono que no impone con fuerza, sino que comprende con amor; un poder que no castiga, sino que perdona con ternura.
Nada está por encima de Dios y, sin embargo, Él se abaja hasta lo más hondo del ser humano, desciende haciéndose siervo, se sienta entre los pobres, muere entre ladrones y comparte nuestra sed. Nada puede contenerlo merced a su naturaleza infinita y, sin embargo, se deja vencer por un cuerpo herido, por unas manos que tiemblan, por una palabra balbuceante que le dice: «Acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino» (Lc 23, 42). El Hijo de Dios asume la herida para dejar inscrito que su cetro es una promesa que atraviesa los siglos: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 43).
Tras esta promesa, volvemos la mirada a Dimas, el Buen Ladrón, quien permanece en la Cruz al lado del Señor, suspendido entre el dolor agonizante y la esperanza de la salvación. Su súplica humilde y verdadera es la llave que abre las puertas del Cielo. En sus ojos no hay más dogma ni teología que su corazón quebrantado por el dolor de una vida pasada. Dimas no le presenta sus manos colmadas de méritos, sino clavadas como las suyas; tampoco su cuerpo donado a los más necesitados, sino una herida abierta en forma de oración que clama piedad. Esa herida, al ser ofrecida, se convierte en altar. Así, detrás de ese «hoy» que el Señor inscribe en el corazón del Buen Ladrón, se concentra todo el Evangelio: el Reino de Dios acontece en ese instante donde un alma se deja tocar por la misericordia.
Cristo reina porque ama hasta el extremo y no es capaz de dejar a nadie fuera de su mirada. Dimas es la parábola viviente de lo que el Reino significa; su oración desnuda dibuja el sendero seguro de la confianza, el de quien no argumenta porque simplemente confía. San Agustín lo comprendió a la perfección: «No temas confesar tu culpa, porque fue la confesión del ladrón la que le mereció el perdón» (Sermón 232).
Esta fiesta nos devuelve la certeza de que el Reino de Cristo está ya entre nosotros, oculto en la oración del que sufre, en la ternura del que perdona, en la fe del que espera. Aprendamos a mirar al Crucificado no solo como a un Dios herido, sino como a un Rey que ha hecho de su pasión un trono, y dejemos que nuestras propias heridas sean lugares donde su misericordia reine. Y que cuando clamemos, quizá con los labios cansados, «Jesús, acuérdate de mí», podamos oír en el fondo del alma su respuesta: «Hoy estarás conmigo».


