Fecha: 21 de diciembre de 2025
Ya casi estamos. Falta poco. Que nadie piense que ya ha llegado a Belén. Que nadie se excuse con pretextos de mal pagador diciendo que no es lo bastante digno para acercarse a contemplar el misterio del Niño divino. Recordad lo que dijimos: el nuestro es un camino eclesial, comunitario, y, por tanto, eso de llegar a Belén es cosa de todos. El Espíritu es quien nos invita a disfrutar de cada paso. Estas últimas semanas lo hemos ido diciendo de distintas maneras —¿recuerdas?—: para llegar a Belén hay que «hacer piña», hay que «tener los pies en el suelo» y hay que «hacerse la cama», es decir, entender que el servicio a quienes nos rodean es algo esencial para la vida cristiana. Pues bien, llegados a este punto, quisiera encomendaros un poco más de entusiasmo y de fuerza para hacer el último tramo, comentando un dicho conocidísimo de nuestra sabiduría popular: «Por Navidad, cada oveja a su corral».
No quisiera que se entendiera que debemos vivir la Navidad de manera cerrada, excluyente y autorreferencial. Qué desastre sería entender la vida de ese modo. Querría subrayar la importancia y la necesidad para todos, y por el bien de la misión, de que podamos poner orden, pero no como un requisito intransigente. Necesitamos poner orden según la voluntad de Dios. He ahí la cuestión.
Todos tenemos nuestro «corral», ese espacio familiar en el que hemos crecido y seguimos creciendo. Es un espacio único e irrepetible. No existe la familia perfecta (de eso hablaremos otro día) ni el «corral» ideal. La Navidad tiene mucho que ver con la familia, lugar de misión por excelencia. Hoy, muchas unidades familiares están tristemente desamparadas, perjudicadas. Todos, desde nuestro propio lugar, somos un poco responsables. Algunos conciben la familia como un búnker; otros la viven y la plantean como un espacio sin límites o con poquísimos límites. ¿No creéis que deberíamos aceptar, de una vez por todas, que todo «corral» necesita una entrada, es decir, un criterio de vida coherente, razonable y dialogante? ¿Y si ese juicio es, precisamente, el Niño divino y todo lo que Él nos viene a comunicar? Jesús dice a sus discípulos: «Yo soy la puerta de las ovejas» y también «estoy a la puerta y llamo». Qué delicadeza.
Con la Navidad, toda «oveja», es decir, cada uno de nosotros, desea disfrutar de ese espacio familiar en el que se siente amado, querido, acogido. Propiciémoslo. Es muy cierto que, a veces, donde más cuesta vivir la fe es en familia. Hemos privatizado demasiado nuestra relación con Dios. Debemos ser de los que no tienen miedo de compartir su esperanza con aquellos con quienes comparten la vida más a menudo. ¿Debemos decir, entonces, «menos pantallas y más diálogo»? Creo que sí, y es que encontrarnos en nuestro corral también implica un talante, un estilo. Los buenos detalles familiares son cruciales.
Y no quiero terminar esta brevísima reflexión sin remitirme a María. Ella es quien convierte el «corral», la cueva, en un lugar de humanidad, de ternura y de esperanza. Lo hace junto con José, el esposo, quien, desde el silencio de ese segundo plano, da apoyo, estabilidad y entereza a un proyecto familiar centrado en Dios. Seamos, pues, de los que reconocen que el orden no es rigorismo ni puro azar, sino dejar entrar, una vez más, a Jesús en nuestra familia, en nuestra comunidad, en nuestra Iglesia. Que sea Navidad para todos.


