Fecha: 28 de diciembre de 2025
Estimados hermanos y hermanas:
Al acercarnos al final de este Año Jubilar, en el que tantas gracias hemos recibido y tantas heridas se han dejado acariciar por la entrañable misericordia de Dios, hoy posamos nuestra mirada en la Sagrada Familia de Nazaret. En ella, como ofrenda derramada, depositamos la siembra que –en forma de promesa– hemos cosechado durante este año: una esperanza humilde, nacida en lo cotidiano, al despertar de esas semillas que crecen en silencio en la tierra buena del Evangelio.
Nazaret es la escuela de santidad silenciosa, el hogar donde la Trinidad vislumbró un espacio profundamente humano para mostrarnos que la vida familiar, vivida en espíritu y verdad, puede convertirse en una liturgia cotidiana. En la Sagrada Familia, el misterio escondido desde siglos encuentra su morada entre las manos calladas de José, el corazón contemplativo de María y el latir de Jesús, donde lo invisible de Dios se vuelve ternura que sostiene la vida. Y es, en ese mismo lugar, donde nosotros somos enviados a aprender, a contemplar, a perdonar, a soportar y a curar las heridas del mundo.
De Santa María, la Madre del permanente fiat, aprendemos la docilidad que no se quiebra, la maternidad teológica, la disponibilidad absoluta que espera callada y guarda en lo más profundo aquellos signos que no somos capaces de descifrar (cf. Lc 2, 19). Ella nos enseña que la familia se funda en la entrega y no en la posesión, en la escucha y no en la exigencia, en la ternura y no en la violencia.
De san José, el guardián del Misterio, aprendemos la fidelidad silenciosa que nace del abandono total y la fortaleza tranquila del que permanece simplemente por amor. Él no profirió una sola queja contra Dios, no reclamó ningún puesto, no exigió un lugar en la casa… sólo obedeció, custodió y sostuvo lo que el Padre había pensado para él. En su mirada descubrimos la santidad que crece sin ruido entre las sombras, la fidelidad constante que persevera cuando la lógica humana se derrumba. José es el santo del umbral: el que abre la puerta a la voluntad de Dios y la cierra a todo lo que pueda herir el amor.
Y, en el centro, Jesús, el Hijo eterno que quiso aprender a caminar sosteniéndose en unas manos humanas, como las tuyas y las mías. Su infancia es una preciosa epifanía de humildad: habla de una obediencia ciega que, años más tarde, sellaría en una Cruz. De su vida aprendemos que lo divino puede florecer en la vida diaria, en lo simple y en lo pobre.
Si este Año Jubilar ha sido un camino de gracia, depositemos todo lo recibido en el regazo de la Sagrada Familia de Nazaret, nuestro hogar espiritual: el rincón escondido en el corazón de Dios donde la omnipotencia se hizo vulnerabilidad y donde la salvación comenzó a latir en el hogar de un humilde carpintero.


