Fecha: 28 de diciembre de 2025
Estamos en tiempo de Navidad. Estos próximos domingos, la liturgia nos invita a contemplar, grosso modo, los acontecimientos centrales de la infancia de Jesús. Uno de estos escenarios vitales decisivos es la familia. Ya dijimos que no existe la familia perfecta, sino aquella que tiene el interés de vivir el Evangelio, el Amor. La vida cristiana necesita esos núcleos humanos a través de los cuales se aprenden las grandes lecciones de la vida, a saber: escuchar, dialogar, perdonar… amar.
Siempre he pensado que la familia es como un violín. Me explico. Es una caja de resonancia espléndida, con unas cuerdas que, elevadas gracias a un puente, quedan óptimamente en tensión; al pasar el arco, las hace vibrar, y dentro de la caja encontramos el alma, gracias a la cual el sonido se amplía y hace que el violín tenga vida. ¡Qué maravilla! Y así, afirmamos que, si tocar bien un violín es más que difícil, vivir en familia también lo es. Todo un arte. Por eso me viene a la cabeza aquel dicho con el que hablamos de la necesidad de estar siempre en alerta: «quien no tiene memoria ha de tener piernas».
Y es bien cierto. No siempre estamos a la altura de las circunstancias. La misión, y en general la vida cristiana, tiene mucho que ver con la disponibilidad. La «memoria» es algo importante para reconocer de dónde venimos, pero cuando esta falla, las «piernas» son decisivas. En una familia sucede lo mismo. Los inconvenientes acaban resolviéndose no por la fuerza, sino por el diálogo; no por el peso de la historia, sino por la habilidad y el ingenio de escucharse. Así, podemos decir que los recuerdos son apropiados, óptimos, siempre que no nos bloqueen en un pasado que no volverá.
En todo proyecto misionero —y la familia es un lugar primordial— hacen falta el diálogo y la escucha. En una familia se cuecen las relaciones y los vínculos que, el día de mañana, darán pie a propuestas vitales de gran envergadura, sabiendo que en cada unidad familiar no hay nadie que viva la fe de la misma manera. Las inquietudes de cada miembro familiar son muy diversas.
La familia de Jesús era un lugar de Dios. José y María no vivían la fe del mismo modo, pero la vivían. Leían la partitura que Dios les había escrito y, al mismo tiempo que la interpretaban, con su disponibilidad, compromiso y oración, componían nuevos fragmentos. Así aprendían a amar y a amarse.
Todos somos, a la vez, intérpretes y compositores. Los pasajes que recordamos de nuestra infancia permanecen bien marcados en nuestro corazón. Pero no podemos vivir solo de recuerdos. Hay que ser «constructores familiares», instrumentos dispuestos a sonar bellamente en todos los espacios posibles. Animémonos. Cuando en un violín suenan dos cuerdas en armonía, la impresión es excelente. Imaginémonos si todos los miembros de una familia conjugan el verbo «amar». Imaginémonos si todos los que nos decimos cristianos, aquí en el Obispado de Lleida, somos de los que nos mantenemos firmes en descubrirnos y tratarnos como hermanos. Sería un pasaje inolvidable para las generaciones futuras.
¿Hay que generar recuerdos? Sí, pero también capacidades para ser activos hoy, en nuestro presente. De ahí que, cuando fallen los recuerdos —porque puede pasar, tarde o temprano—, tengamos el ingenio y la valentía de dejarnos llevar por la fuerza y la destreza de seguir conjugando el verbo «amar», dialogando y escuchando. Eso nos unirá, más pronto que tarde.


