Fecha: 30 de noviembre de 2025

Estimados hermanos y hermanas:

Damos la bienvenida al Adviento bajo la luz del Jubileo de la Esperanza, esa certeza que no decepciona a quien se deja caer en sus manos porque sus raíces nacen del corazón de Dios (cf. Rm 5, 5). A lo largo de este Año Jubilar, hemos sido invitados –tal y como nos recuerda la bula Spes non confundit del Papa Francisco– a «dejarnos atraer por la esperanza», a redescubrir que la historia no está abandonada a una suerte de oscuridad, sino que permanece habitada por la presencia fiel del Señor Resucitado, que camina a nuestro lado como peregrino delicado, complaciente y silencioso.

Asimismo, nos acercamos al final del Jubileo y, con ello, se abre un tiempo propicio para dejarse hacer por lo vivido y por lo que aún queda por vivir. Miremos hacia atrás con gratitud y hacia adelante con conversión y, con la humildad propia del Señor Jesucristo, preguntémonos: ¿cómo ha sido nuestra siembra durante este año? ¿Hemos sido verdaderos cultivadores de fe, esperanza y caridad, haciendo germinar signos de vida allí donde otros solo ven desierto? ¿O, por el contrario, hemos dejado que el cansancio, la apatía y el desánimo apagaran la confianza en ese Dios que todo lo renueva?

El Adviento reaviva en nosotros la certeza de que Dios nunca deja de venir y nos recuerda que todavía estamos a tiempo, porque en Él todo llega a su hora (cf. Ecl 3, 1). Sus designios nunca se equivocan, y su favor no llega antes ni después, sino justo cuando el corazón está dispuesto a acogerlo. Él no mide con relojes, sino con amor; y esta ternura infinita nos invita hoy a dejarnos caer en la tierra del mundo como semillas de consuelo, de alegría y de fe.

San Agustín decía que «nuestra esperanza es Cristo». Y, por tanto, «si sufre, sufrimos con Él; si resucita, resucitamos con Él». ¿Qué implica esto para cada uno de nosotros? Implica ser sembrado no como algo romántico o idílico, sino que supone morir un poco, dejarse doler en la amargura de los más vulnerables y dejarse esconder en la heredad del sufrimiento humano. Permanezcamos allí donde Cristo continúa crucificado: en la cárcel donde la soledad se vuelve cadena perpetua, en la familia que atraviesa el sendero del desánimo, en el trabajo donde falta esperanza, en el hospital donde cada respiración es un combate, en la residencia donde el tiempo pesa y la mirada busca desesperadamente el consuelo, en el orfanato donde un niño espera una voz que le nombre, en el comedor social donde el pan y la pena se comparten… Allí, precisamente, Cristo nos espera.

El Adviento es el tiempo de aprender de nuevo esa lógica divina: la de un Dios que no teme hundirse en el barro para rehacer la tierra frágil de una humanidad herida. Pidámosle al Señor que, al acercarse la Navidad, nos derrame en los lugares donde el amor parece ausente y nos conceda la gracia de ser signos vivos de su admirable y piadosa presencia.