Fecha: 18 de mayo de 2025
Estimado hermano y hermana cofrade:
Deseo dirigirme hoy a lo más profundo de tu corazón, a ese rincón escondido donde la fe engalana tu sentir y le da un sentido especial a tu mirada, porque eres un ejemplo de vida cristiana en un mundo especialmente necesitado de cuidado espiritual.
Este fin de semana, Roma está acogiendo el Jubileo de las Cofradías, donde están presentes miembros de distintas asociaciones religiosas procedentes de todas las partes de la Tierra.
«Sois chiflados del amor de Dios», dijo el tan recordado para mí papa Francisco a los participantes del II Congreso Internacional de Hermandades y Piedad Popular, celebrado en Sevilla. En su carta, el Santo Padre —tomando el testimonio de san Manuel González—, destacó que «no habla de devoción, de liturgias públicas o de oración contemplativa», sino de «la obra social de la Iglesia, del compromiso laical por la trasformación del mundo, de la necesidad de acercar la ternura de Dios a los hombres que sufren en el cuerpo y en el alma».
Ahora, recogiendo el testigo del difunto papa Francisco, quiero recordarte que eres un pilar fundamental que pone, en el amor y el servicio sin fisuras, la centralidad de una fe que cargas sobre los hombros. Y lo haces, a imagen del Buen Pastor, con el hambriento que está postrado en el camino y, a la vez, con el propio Cristo: especialmente en el misterio de su Pasión, Muerte y Resurrección. Tu camino, por tanto, está lleno de esperanza y tu transitar va haciendo Evangelio con una piedad popular que teje, de manera silenciosa, el corazón de Dios y el de María, nuestra Santísima Madre.
Ser cofrade es llevar a Cristo, cuidarle y acompañarle cuando ya no puede más. Es compartir la fragilidad mediante el testimonio de una humanidad nueva, es dilatar la fraternidad y es una manera de vivir y de construir Iglesia. Es revivir la Tradición de una forma auténtica, no solamente desde las formas sino, también, desde el corazón, y es ofrecer la penitencia que nos lleva hacia la Pascua en cada paso. Es proclamar la fe públicamente en cada desfile procesional y, por tanto, comprometerte a vivirla —expresándola con gestos y acciones concretas desde la cofradía o hermandad— el resto del año. Ser cofrade es, al fin y al cabo, revestirte con el hábito de una Iglesia sinodal, donde Cristo ha de ser el centro de tu existencia.
Que tu vida penitente sea, además y a cada paso, el encuentro con el pobre y necesitado; es decir, con el mismo Cristo presente en ellos (cf. Mt 25,31-46). Nunca olvides que tus acciones quedan escritas en el corazón del más débil y, cuando cargas la cruz, has de ser el sostén del vulnerable, del abandonado y del caído. Sólo de esta manera tiene sentido evangelizar desde y en la piedad popular, para ser hermano, testigo y apóstol.