Fecha: 27 de julio de 2025

Recordando uno de aquellos caminos mencionados la semana pasada, el de la sabiduría popular, recupero un dicho muy conocido, que me viene como anillo al dedo para lo que quiero explicar ahora: «despacito y buena letra».

El camino de la vida diocesana no se mide solo por estadísticas. A veces estos ejercicios contables son útiles y ayudan, pero hay que decir que hay factores del evangelio, de la fe y de la Iglesia que son difíciles de medir. Las cifras no alcanzan a encerrar por sí solas realidades como la alegría, el dolor, el amor, la esperanza… El hecho de reducir la realidad a unos números, por muy precisos que sean, no deja de ser algo forzado cuando nos referimos al misterio de Dios.

Algunos, quizá, al inicio de este camino diocesano que emprendemos, esperan una mayor concreción, como si se tratara de una cifra que esperamos al final de un planteamiento matemático. Se acepta la petición. Con todo, añado un «pero», sin que esto quiera ser «esconder la cabeza bajo el ala», ni «salirse por la tangente», ni «escurrir el bulto». Todos saben que es importante detectar las necesidades y precisar los objetivos. Eso es obvio. En este sentido, debo mencionar con alegría la asamblea diocesana que tuvo lugar el pasado mes de mayo. A mí me sirvió para acercarme por primera vez a la diócesis de una manera más real. De hecho, a todos nos sirvió para seguir forjando complicidades y anhelos de sinodalidad. Solo así, desde el compartir, desde escucharnos y desde la oración conjunta —que es siempre silencio y acción, alabanza y petición—, nos iremos convirtiendo más en la Iglesia que Dios quiere que seamos.

En todo caso, sin rehuir la cuestión antes planteada, no quiero responder ahora sobre «el qué», sino sobre «el cómo». Lo digo con cuidado y sin querer caer en ningún planteamiento superficial: los programas nos vienen dados por la vida misma. No nos asustan los objetivos, sean los que sean, pero tal vez necesitamos afrontar con más atención la manera de encararlos.

El Espíritu Santo nos indica «el cómo», es decir, el estilo con el cual debemos recorrer el camino de la vida. Así, yendo «despacito» y haciendo «buena letra», nos referimos a una forma concreta de actuar. Hablamos del cuidado y la ternura.

El papa Francisco habló de la revolución de la ternura, por la encarnación de Jesucristo, el Hijo de Dios. La presencia de Jesús nos lleva a valorar ese modo de actuar por el cual las personas, es decir, todos nosotros, somos respetados, dignificados y acompañados. Jesucristo ha actuado así, con delicadeza. Proponer nuestra misión desde el cuidado nos impulsa a no valorar nuestros planteamientos pastorales únicamente desde la experiencia o desde la solvencia de una teoría determinada. Lo diremos siempre: no somos una empresa, somos una familia, mejor dicho, «una familia de familias». Debemos ingeniarnos la manera de acompañar con ternura procesos y situaciones diversas. Que nadie pierda la paciencia, al contrario, que la pida siempre.

El cuidado nos ayuda a superar nuestros aislamientos, provocados muy a menudo —digámoslo todo— por nuestros miedos. La ternura no es algo inconsistente, todo lo contrario, se trata de una entereza interior fundamentada en el Espíritu, Aquel que de forma oculta nunca se aleja de quienes viven amando. Además, que nadie olvide que es objeto de la ternura de Dios, por tanto, seámoslo también nosotros para quienes nos rodean, sobre todo para los más desfavorecidos, aquellos que se encuentran en los márgenes de la vida.