Fecha: 19 de octubre de 2025
Seguimos moviéndonos alrededor del hecho misionero y poniendo sobre la mesa diversos elementos que nos ayuden a considerar tanto la urgencia de vivir positivamente la misión hoy como la necesidad de una formación adecuada para cualquiera que se diga cristiano.
En la Jornada Mundial de la Evangelización de los Pueblos, os propongo considerar detenidamente la calidad de nuestra presencia allí donde vivimos. Si bien es cierto que la evangelización y la formación no pueden desligarse, también es obvio que cualquier gesto o acto de servicio ha de ir estrechamente relacionado con la calidad pertinente.
Así pues, me acerco a observar una de las peores enfermedades que puede sufrir cualquier misionero: me refiero a la petrificación del corazón, la insensibilidad ante la realidad, el encierro y el aislamiento. Todas estas tipificaciones espirituales no dejan de ser expresiones diversas del miedo, es decir, de la falta de esperanza. Jesús denuncia continuamente el peligro que comporta vivir con miedo y desde el miedo. Nuestros miedos intentan asaltarnos en todo momento. Sin embargo, reconocer su presencia y luchar contra ellos es un primer paso muy positivo. Convivir con ellos y no dejarse dominar es el gran signo de la fe pascual.
Por ello, ahora, quisiera proponeros una sencillísima reflexión sobre una manera meritoria de ser misioneros. Me remito a una expresión muy nuestra, aquella que describe el hecho de mantenernos «firmes como una roca». En nuestro lenguaje corriente, hablar de la firmeza nos lleva a imaginar la dureza de un elemento, pero quizá en las cuestiones del evangelio no sea del todo igual. Me explico.
La firmeza a la que aludimos es la de una experiencia interior que ha sido vital para nosotros: la de haber conocido el Amor de Dios, es decir, su misericordia. Esta realidad se traduce con un efecto doble: por un lado, con el crecimiento de la capacidad de resistencia en lugares complejos y poco favorables a la fe; y por otro, con el incremento de la ternura y el perdón en nuestras relaciones. Mantenernos «firmes como una roca» no es una cuestión relativa a la apariencia exterior: va mucho más a fondo. Se trata de una presencia cualificada. Quien ha descubierto cómo Dios le ama no tiene arrogancia ni vanidad de ningún tipo; es alguien alegre y sencillo, que vive confiado a la providencia.
En este Año Jubilar, quisiera añadir una referencia explícita a la esperanza. No podía ser de otra manera. Todos pasamos por escenarios misioneros llenos de tinieblas, pero también todos observamos testimonios «firmes como una roca». Es obvio que vale la pena vivir la fe. Probémoslo una vez más, aunque se escuchen voces que a menudo nos desaniman porque nos hablan doloridas de una realidad nada fácil. La complejidad de la vida no se resuelve desde la simplicidad. La esperanza, como decía Péguy, es la más pequeña de las virtudes y, al mismo tiempo, la más importante. En este mundo nuestro, lleno de polémicas, rivalidades, violencia y polarizaciones… ¿podemos recuperar la esperanza? Obviamente, sí. No caigamos en el simplismo argumentativo del miedo. Sabemos que no hay peor ciego que el que no quiere ver, ni peor sordo que el que no quiere oír. No seamos ciegos, pues; seamos de aquellos que observan los testimonios misioneros que tenemos a nuestro lado, aquellos que en este mundo se forman y evangelizan manteniéndose «firmes como una roca».