Fecha: 25 de mayo de 2025
Estimadas y estimados, durante estos domingos de Pascua, hemos reflexionado sobre las sorprendentes experiencias de los discípulos, hombres y mujeres que descubren al Resucitado en medio de ellos. Nosotros, como Iglesia santa, hemos recibido la herencia del Credo a través de su fe. Un regalo del Espíritu que no podemos pasar por alto y que celebramos especialmente este año con motivo de los 1700 años del Concilio de Nicea (mayo-julio del año 325).
Aun así, como les ocurrió también a los discípulos, a veces surgen en nuestro corazón dudas e incomprensiones. Nos dicen que han encontrado el sepulcro vacío, que lo han visto en el camino y en las casas, pero ¿cuál habrá sido realmente el destino del Maestro? ¿Y si todo fuera una forma de hablar o fruto de un estado emocional? Quisiéramos, como el apóstol Tomás, comprobar que el Señor está realmente vivo. Quisiéramos verlo reflejado en nuestro mundo y en nuestra Iglesia. Quisiéramos pruebas de su poder salvador y santificador. Y, en cambio, al encontrarnos con tantas dificultades y errores, la desconfianza nos rodea. ¿Podemos realmente confiar en aquel que prometía un cielo nuevo y una tierra nueva?
Dejemos que estas dudas salgan a la superficie, sin juzgarnos ni escandalizarnos. Las preguntas son bienvenidas si nos conducen a la reflexión, a la profundidad y a la madurez de la fe. Pero quedarnos en la superficialidad de la duda nos perjudica y nos vuelve autorreferenciales, porque solo confiamos en nosotros mismos, en lo que podemos comprender con nuestras propias y limitadas capacidades.
Busquemos la inteligencia de la fe, una sabiduría que nos llega a través de la experiencia, del encuentro real e íntimo con el Señor, de la confianza que nos serena. El teólogo Joseph Ratzinger lo expresó muy bien cuando decía: «La voluntad (el corazón), pues, ilumina previamente el entendimiento, introduciéndolo en el asentimiento. Así, el pensamiento comienza a ver, pero la fe no nace de comprender, sino de escuchar». (Convocados en el camino de la fe, pág. 25).
Por eso, la pregunta clave no es si lo entendemos todo, sino si queremos adherirnos: si decidimos libremente abrir nuestro corazón, si estamos dispuestos a superar obstáculos y miedos. Como a los discípulos, antes de que nuestras dudas se disipen, Jesús nos da la misión de anunciar y predicar la novedad del Reino. Es obedeciendo a su llamada que somos testigos, porque lo reconocemos vivo en el corazón de toda la humanidad.
La esperanza no es un cuento para calmar conciencias infantiles. La esperanza nos da la capacidad de abrirnos a la luz de Dios para cantar juntos el aleluya pascual.
Vuestro,