Fecha: 21 de septiembre de 2025
Estimados hermanos y hermanas:
El próximo miércoles, día 24, celebramos la fiesta de nuestra Madre y Señora de la Merced, advocación mariana que brota de la misericordia infinita de Dios con sus hijos, de la entraña de un Padre bueno y fiel que nos ha legado –en el corazón de María– una Madre compasiva a la que podemos acudir siempre que nos visiten el dolor o la alegría, la angustia o el gozo, la inquietud o la esperanza.
La Virgen de la Merced, patrona de las Instituciones Penitenciarias, nos abre los ojos a una realidad que se dona sin medida por las personas privadas de libertad: voluntarios de prisión, capellanes y demás miembros que conforman el corazón de la pastoral penitenciaria.
Durante este ministerio que Dios me ha regalado –primero sacerdotal y, después, episcopal– no han sido pocas las ocasiones en que he visitado a hombres y mujeres que cumplen una deuda de justicia con la sociedad. Y cada vez que he entrado en uno de estos centros, lo que más me ha sorprendido es la ternura, el cuidado y la delicadeza con que los voluntarios y capellanes tratan a los reclusos. No es sencillo lidiar con el dolor callado, con el silencio herido y con la desesperación que bañan cada una de las esquinas de la prisión. Tampoco lo es enumerar las conquistas interiores que ocurren allí, después de largos procesos de trabajo, escucha, paciencia, determinación y rehabilitación.
Cuando se lleva a Cristo en las manos, las puertas siempre se abren de alguna manera. Y si no hay espacio, Él pasa –sin hacer ruido ni daño– por las grietas que habitan en las profundidades del alma para calmar las heridas de cualquier condena.
El Papa Benedicto XVI, durante un encuentro con voluntarios de pastoral penitenciaria celebrado en septiembre de 2007, señaló que descubrir el rostro de Cristo en cada uno de los detenidos «refleja adecuadamente vuestro ministerio como un encuentro vivo con el Señor». En efecto, «en Cristo, el amor a Dios y al prójimo se funden entre sí, de modo que en el más humilde encontramos a Jesús mismo y en Jesús encontramos a Dios». Estos voluntarios no solo ven a Cristo en el condenado, sino que llevan en sus propias miradas la mirada de Jesús de Nazaret. Ellos reviven cada día lo que el Señor hizo el Jueves Santo, lavando sus pies, besando sus llagas, curando sus heridas con amor.
Le pido a la Virgen de la Merced, Madre del amor y del dolor, que permanezca siempre cerca de quienes dan su vida por los privados de libertad, quienes son capaces de amar a la persona por encima de su delito, con el mismo amor derramado con que Dios los ama (cf. 1Jn 4, 10).