Fecha: 28 de diciembre de 2025
En el evangelio leemos que Jesús «crecía, avanzaba en entendimiento y se ganaba el favor de Dios y de los hombres» (Lc 2,52), y esto nos invita a volver la mirada hacia Nazaret, con serenidad y con profundidad. Allí, en una casa pequeña y sencilla, en una familia humana, el Hijo de Dios aprendió a hablar, a trabajar, a rezar al Padre y a amar. Así Dios ha querido entrar en nuestra historia de esta forma tan cotidiana: creciendo en una verdadera familia humana. Y esto nos muestra hasta qué punto la familia es un don precioso: es el lugar en el que nace la vida, donde se forma la confianza, donde el corazón empieza a descubrir el lenguaje del amor.
En este domingo de la Sagrada Familia miramos con gratitud nuestras familias. Los hogares, con todo lo que tienen de luz y fragilidad, son también un regalo que Dios nos confía. No hay familias perfectas, pero sí muchas familias que aman, que luchan, que aguantan días difíciles, que vuelven a levantarse y a empezar de nuevo. Y en esta realidad tan humana como es la familia, Dios está presente, muchas veces en silencio, como lo hacía en Nazaret, pero presente de una forma que la sostiene.
La familia de la casa de Nazaret nos muestra que todos los días pueden ser espacio de gracia. Jesús creció en la proximidad de un padre y de una madre que le acompañaban con ternura y constancia. Es bonito pensarlo: Dios drejándose educar por el sencillo amor de María y de José. Y sigue entrando en nuestras casas a través de un gesto de atención, de una palabra amable, de un perdón que llega cuando menos lo esperamos.
También queremos tener presentes a las familias que pasan por momentos dolorosos: separaciones, relaciones que no han podido continuar, historias que han tomado otro rumbo. No lo miramos para juzgarlo, sino con respeto y cercanía. La vida es compleja y en ocasiones frágil. La gracia de Dios no se apaga cuando una historia se rompe; al contrario, a menudo actúa con una paciencia especial, abriendo caminos nuevos, sosteniendo lo que todavía puede florecer, curando lo que duele. También aquí hay sitio para la esperanza.
La familia es un regalo porque es el primer lugar en el que se aprende a confiar. Donde se descubre que somos queridos sin tener que demostrar nada, donde cada uno es valorado no por lo que tiene sino por lo que es, como decía el papa San Juan Pablo II. Es un taller —humilde, a veces pesado, pero fecundo— donde Dios moldea el corazón y lo prepara para amar.
Nazaret nos recuerda que no son necesarias grandes hazañas para ser fieles. María y José vivieron la vida des de su cotidianidad, con fe sencilla y una esperanza que les permitía sostener lo que no entendían. Y así también muchos hogares de hoy, con trabajo, con silencios que educan, con gestos que nunca salen en ningún sitio pero que dan calor a la vida.
En ese día, pedimos que nuestras familias sean espacios de paz, de confianza y de respeto. Que cada uno encuentre sitio para crecer, para aprender a amar, para dejarse ayudar. Y que la luz suave de la Familia de Nazaret ilumine nuestros corazones y nos ayude a custodiar con amor ese don tan grande que Dios nos hace: la familia, escuela de vida, donde aprendemos a amar y donde Jesús sigue creciendo discretamente en medio de nosotros.


