Fecha: 19 de octubre de 2025

Estimados hermanos y hermanas:

Hoy, penúltimo domingo de octubre, celebramos el Domund: día en que, de un modo especial, la Iglesia universal reza por los misioneros y colabora con las misiones. El lema escogido para este año –Misioneros de esperanza entre los pueblos– toma carne en los hombres y mujeres llamados a entregar su vida al anuncio del Evangelio. Merced a esta solemnidad que nos congrega, recordamos que sin los misioneros no es posible llevar adelante esta dimensión trascendental y constitutiva de la Iglesia.

¡Qué importante es testimoniar la esperanza de Cristo Resucitado ante la mirada de una humanidad que, con frecuencia, se viste de tristeza y desnudez! Esto lo hacen nuestros misioneros cada día, en cada uno de los rincones del mundo donde Dios escribe con delicadeza sus nombres.

En su piel gastada, que habita revestida de la túnica sin costura del Señor, se renueva la experiencia itinerante del pueblo de Israel: «Oh Dios, cuando saliste al frente de tu pueblo, cuando avanzabas por el desierto, tembló la tierra y el cielo dejó caer su lluvia, delante de Dios –el del Sinaí–, delante de Dios, el Dios de Israel. Tú derramaste una lluvia generosa, Señor: tu herencia estaba exhausta y tú la reconfortaste; allí se estableció tu familia, y tú, Señor, la afianzarás por tu bondad para con el pobre» (Sal 68, 8–11).

Su amor nunca se extingue, porque yace a la sombra de una esperanza que atañe al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1818). Y quien pone su confianza en Él, nunca queda defraudado, porque su gozo es más profundo que las grietas de la soledad, más fuerte que los miedos y más luminoso que cualquier noche oscura. Y en ese misterio santo, el corazón aprende que esperar en Cristo es comenzar a descansar en la eternidad.

«Dios nos quiere a todos unidos en una única familia», dijo el Papa León XIV al inicio de su Pontificado. Porque su sueño es que todos seamos una sola familia, que seamos hijos y hermanos llamados a caminar juntos sin dejar a nadie atrás. Los misioneros, a quienes celebramos hoy, se hacen signo vivo de esa unidad que vence fronteras y siembra fraternidad en medio de tanta tierra herida. Ahí siguen caminando sin rendirse, porque su esperanza está puesta en Dios; y esa confianza, más fuerte que cualquier llaga o cansancio, es la que sostiene sus manos, enciende sus pasos y hace florecer vida, incluso en los desiertos más estériles.

Gracias, queridos misioneros, por ser ese rostro de Cristo que sigue encarnándose allí donde la esperanza parece, a veces, agotarse.