Fecha: 14 de septiembre de 2025
Cuando escuchamos a la gente, descubrimos que las preocupaciones cotidianas son tan sencillas como profundas: llegar a final de mes, dar estabilidad a los hijos, acompañar a los padres grandes, encontrar salud y serenidad. Pero bajo estas inquietudes late una sed más honda: la necesidad de sentido, el deseo de no vivir solo “para ir tirando”, la pregunta por la felicidad y la trascendencia.
Es en este punto donde la fe nos ofrece un horizonte único. Creer en Cristo no es sumar una doctrina en nuestra vida, sino descubrir que no estamos solos, adentrarnos en el amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Él, que compartió nuestra existencia con su belleza y su fragilidad, nos muestra que toda vida tiene un valor infinito, que el amor es más fuerte que la muerte, que el sufrimiento nunca es la última palabra.
La fe en Cristo nos invita a mirar la realidad con esperanza, no porque todo sea fácil, sino porque sabemos que Dios está cerca. Nos da fuerza para querer sin cansarnos, para perdonar allá donde parece imposible, para levantarnos cuando caemos. Nos recuerda que nuestro destino no es el vacío, sino la vida plena en Dios.
Cuando en nuestras parroquias se comparten las preocupaciones del mundo —las guerras, los migrantes, la crisis ecológica, la soledad—, la Iglesia no ofrece recetas mágicas, sino una mirada: la convicción que, incluso en medio del dolor, Cristo resucitado anda con nosotros. Y esto lo cambia todo, porque abre espacios de consuelo y de confianza donde parecía que solo había oscuridad.
Quizás el don más grande de la fe es que nos permite afirmar: “No estoy solo, Dios me quiere, me espera, mi vida tiene sentido.” Esta es la buena noticia que queremos compartir con sencillez y humildad. La misión de la Iglesia es hacerlo visible, hablar con Dios y de Dios, con gestos y palabras que sean compañía y esperanza.