Fecha: 21 de diciembre de 2025
La Navidad suele llegar cargada de luces, de buenos deseos, de rostros de niños ilusionados, pero para quienes han tenido la pérdida de un ser querido es también una época en la que se remueven sentimientos. Estos días notamos especialmente las ausencias. Recordamos con nostalgia todo lo que compartíamos con aquellos que ya no están físicamente con nosotros y puede que pensemos que ya nada será igual.
En Navidad sentimos lo importante que es estar juntos para orar y para reunirnos alrededor de una mesa. Y, precisamente, «estar juntos» es lo que muchas veces ya no podemos hacer. Casi siempre falta alguien. Ese alguien ocupaba una silla que ahora está vacía. Esa silla callada nos recuerda que lo amado no se pierde, solo cambia de lugar porque, aunque los ausentes no ocupen un lugar físico cerca de nosotros, su presencia perdura en el tiempo.
En Navidad ninguna silla está vacía porque el corazón siempre guarda sitio para los que amamos. Los cristianos creemos en la vida eterna, fundamento de nuestra esperanza. Es la esperanza en una vida que no muere, sino que se transforma para vivir eternamente con Dios y con los seres queridos con quien hemos compartido esta existencia.
Cuando la tristeza nos venza, escuchemos el susurro de Jesús que nos dice que está aquí para acompañarnos, que nunca nos abandonará. Él siempre nos ofrece su consuelo y su amor. Confiemos en que nuestros seres difuntos siguen participando del misterio gozoso de la Navidad.
En Navidad nos mostramos más sensibles hacia los que lo pasan mal, especialmente hacia los más vulnerables, los enfermos, las víctimas de las guerras, los que están solos o malviven en las calles. Quizás muchos de ellos no tendrán una mesa donde celebrar la Navidad estos días. Dios los quiere invitar a todos, “pagando nosotros”, con la moneda del amor y de la solidaridad. Podríamos seguir el sencillo consejo del poeta cuando dice: “Moneda que está en la mano quizá se deba guardar; la monedita del alma se pierde si no se da” (Antonio Machado. Soledades. LVII,II “Consejos”). Dios quiere que los débiles no sean invisibles ante nuestros ojos. Y es que ellos son sus hijos, nuestros hermanos.
En Navidad aumentan las ganas de abrazar, de comunicarnos, de compartir la alegría. Un Niño nos devuelve la esperanza, la confianza y el entusiasmo. Hay muchas maneras de compartir, pero hay una que a lo largo de los siglos se repite. Celebramos muchas cosas comiendo, compartiendo la mesa. Esta costumbre no pasa de moda. Ya en tiempos de Jesús, comer con alguien era una acción muy significativa, era un acto declarado de aceptación del otro y de fraternidad. Compartir una comida con alguien significaba mucho.
La mesa es, sin duda, un espacio de encuentro, donde afloran sentimientos encontrados, la alegría y la tristeza; donde se abordan problemas y se intenta encontrar soluciones; donde recibimos críticas, pero también alabanzas. No olvidemos que cuando estamos en la mesa siempre nos acompaña Jesús. Le pedimos que bendiga cada día la mesa. Le pedimos que sea Luz y Palabra, que se haga presente en nuestras conversaciones.
Queridos hermanos y hermanas, la Navidad nos eclipsa con sus luces, sí, pero la mayor luz y más pura la recibimos de Cristo, no solo en Navidad, sino todo el año; porque Él es la luz que resplandece en las tinieblas y que nunca se apagará. Pidámosle que nos alimente con su Luz. Guiados por esta luz, vayamos a Belén y adoremos a ese niño recién nacido. Dejemos que su sonrisa y su paz llenen nuestras vidas. Que la Luz de Navidad nunca se apague en nuestro corazón.


