Fecha: 20 de julio de 2025
Con pocas palabras ruego y os invito a rezar, estimados diocesanos de Lleida, para que el Espíritu encabece nuestra vida eclesial. «¡Que sople el Espíritu de Cristo resucitado!». La vida diocesana necesita continuamente la fuerza del Espíritu Santo. Permitidme mencionar tres caminos donde esta fuerza puede ser detectada.
Quiero recordar, en primer lugar, el camino de la juventud. La juventud no es solo una edad, sino un estado del corazón marcado por la sinceridad, la generosidad y la esperanza. Recientemente, algunos jóvenes del Col·legi Episcopal han hecho una experiencia de fe muy intensa poniéndonos en camino hacia Santiago de Compostela. Otros jóvenes de nuestra diócesis emprenderán su peregrinación hacia Roma, en el jubileo de la esperanza, durante la primera semana de agosto. Y otros, más pequeños, han vivido y vivirán propuestas eclesiales de verano bien diversas (rutas, campamentos y colonias). El Espíritu Santo, aquel mismo que movió la vida de Jesús y que nosotros hemos recibido por razón del bautismo, nos guía y nos mueve. El Espíritu nos invita a ponernos en camino. Quien quiera encontrar a Dios debe ponerse en camino, como los discípulos de Emaús, por ejemplo. Es durante el camino cuando nuestra tristeza se ve transformada por el estallido de la alegría que nos da el Espíritu.
Un segundo tipo de camino, también decisivo, es el de la sabiduría popular. Es aquella sabiduría que no se encuentra escrita en ningún libro, pero que todos han ido haciendo suya. Es ese estilo cotidiano que nos ayuda a generar tantos y tantos criterios de vida. Se trata de una manera de ver el mundo, y que llega a expresarse de formas muy sencillas. De hecho, la sabiduría popular se detecta esparcida por muchos lugares y ambientes, desde las aulas universitarias hasta las calles y las plazas de nuestros pueblos. La sabiduría popular nos configura como creyentes y miembros de una sociedad. Las dificultades aparecen ante el choque cultural que vivimos. Con todo, el Espíritu no abandona nunca a quienes desde la sinceridad y la humildad expresan su fe.
Finalmente, un tercer camino, también decisivo, lo reconocemos en el estilo profético de tantos y tantos cristianos, hombres y mujeres, que viven el evangelio con tanta intensidad como pueden. No excluimos a quienes no se han alejado de la práctica del bien y la bondad. Hombres y mujeres capaces de soñar un mundo nuevo, y de no renunciar a un mundo más fraternal. La fraternidad no reduce las diferencias entre unos y otros, sino que nos sitúa en un contexto de entendimiento, de diálogo y de paz.
Como bien sabéis, he encomendado mi ministerio episcopal a la fuerza del Espíritu. El lema que he elegido, «Recibid el Espíritu Santo» (cf. Jn 20,22), quiere ser una invitación sencilla y firme. Nada más. El evangelio de Juan atribuye esta invitación a la voluntad del mismo Jesús. No puede pasarnos desapercibido.
Esta petición nos exigirá, ciertamente, hacer un discernimiento eclesial paciente y firme. Solo así consolidaremos nuestra identidad como creyentes, que vivimos nuestra fe en la Iglesia y en medio de un mundo complejo. No valen las prisas, pero tampoco dormirnos en un falso quietismo que no lleva a ninguna parte. No valen las actitudes que se imponen por la fuerza, del tipo que sea, como tampoco aquellas otras maneras que no expresan la alegría que genera nuestra fe.
Parecería, desde hace tiempo, y ahora más, que la vida cristiana está inmersa en contextos en los cuales debemos aprender a conjugar diversos elementos. El Espíritu nos ayuda y nos ayudará. No lo dudo. No se trata de establecer grandes metas, sino de ir recorriendo el camino paso a paso, y disfrutar de cada instante. Dios nos regalará momentos abundantes de conversión y crecimiento. Fiémonos del Espíritu. Confiémonos al Amor que es Dios mismo.
No quiero reducir este «ponernos en camino» a algunos, los más entendidos o los más entusiasmados. De ninguna manera. Además, será necesario recuperar todas nuestras capacidades evangelizadoras, en especial me refiero a la del diálogo. Algunos teólogos después del Concilio Vaticano II sostuvieron que la Iglesia debía ser reconocida como «sacramento de diálogo» entre Dios y la humanidad. Pues bien, que este diálogo sea el inicio para ponernos en camino, y no desfallecer en nuestra petición: «¡Que sople el Espíritu de Cristo resucitado!».
+ Daniel Palau Valero