Fecha: 11 de mayo de 2025

Estimadas y estimados: En un Congreso sobre Vocaciones celebrado hace pocas semanas en Madrid, surgió el compromiso de construir una Iglesia vocacional y misionera, ya que —se nos decía— la vocación no se reduce a un trabajo o tarea, sino que implica «llamada» y «misión».

Ante todo, la vocación constituye al sujeto, a la persona como tal, porque nace de una relación con el Señor. Frente al «sueño modernista» de autonomía personal y subjetividad, la vocación surge siempre de un «yo» que se descubre «en relación». Y esta alteridad no es algo opcional, sino constitutivo del yo, no es simplemente una elección personal. Por tanto, es importante subrayar que toda vocación tiene un punto de partida: reconocer que somos amados por el Otro, con mayúsculas, es decir, por el Señor. Un amor que nos da la existencia, que nos da la vida, que nos regala el don de la fe. La clave de ser llamados es, antes que nada, reconocer que somos amados por Dios.

Así, la vocación no es un añadido a lo que somos, no es un extra en nuestra estructura fundamental como personas, sino que es nuestra misma identidad. Y si somos amados, también somos llamados a amar. Es hermoso pensar que el nombre que llevamos cada uno es reflejo de esto: nos ha sido dado y nos identifica. Y con él «se nos llama», porque antes de ser llamados a hacer algo concreto en la vida, somos «llamados con» un nombre.

El camino hacia la verdadera felicidad pasa por acoger este don que somos y hacerlo florecer para los demás, en una dinámica de convertirse en donación. Si nos sentimos cristianos, con seguridad el Señor nos llama a entregarnos mediante una vocación concreta. En este sentido, la vocación no será una simple autorrealización —como dicen los libros de moda—, sino reconocer que el Señor toma la iniciativa, nos va modelando en un proceso de relación con Él. Por tanto, los propios sentimientos, la subjetividad, el pensar en uno mismo, no son el criterio último, ni crean la realidad ni la vocación.

Es lo que le sucede al joven rico del Evangelio: solo se preocupa de sí mismo, de sus bienes, de lo que tiene, de lo que ha hecho, de lo que quiere conseguir, aunque parezca que busca la vida eterna (Mt 19,16-29).

La vocación, por tanto, debe hacerse visible en una respuesta concreta. Tiene un carácter personal y dialogante con el Señor: es un don, pero también una tarea, ya que no se trata de una llamada etérea, sino que requiere una concreción. Y sin respuesta concreta, no hay vocación. Uno responde a la vocación en la medida en que da pasos hacia un horizonte de sentido. Este «sí» no siempre se da de una vez, sino que en cada etapa de la vida debemos ir renovando ese «sí».

Esta es la «cultura vocacional» que hemos de ir construyendo en nuestra Iglesia. Si contamos con cristianos comprometidos, entonces también surgirán las vocaciones específicas que sean necesarias y oportunas. Esta semana rezaremos especialmente para que así sea.

Vuestro,