Fecha: 6 de septiembre de 2020
Conforme se prolonga la crisis sanitaria y económica que atravesamos, se van confirmando algunas convicciones que ya teníamos desde el inicio.
Una primera convicción: aunque la crisis tiene diferentes caras, ante todo hemos de reconocer que se trata de una crisis “humana”, es decir, que está afectando, no solo a un aspecto u otro de nuestra vida (por ejemplo, la salud, la economía, la política), sino que pone en juego lo que somos, nuestro ser persona humana, lo que eso significa. Una segunda convicción, unida a la anterior: la crisis nos hace sufrir, pero con un sufrimiento semejante al que provoca el bisturí del cirujano, el corte que pone al descubierto el tejido orgánico que permanecía oculto, permitiendo examinar lo que está sano o enfermo.
Mirado así, supuesto que deseamos crecer humana y cristianamente, la crisis nos aporta un gran beneficio. Un auténtico crecimiento no sería posible si no supiéramos quiénes somos como personas y en qué estado nos hallamos, si estamos sanos o enfermos. Y es el caso que, desgraciadamente, vivimos despistados, distraídos entre mil tareas y sensaciones, sin preguntarnos en profundidad lo que somos como personas, qué sentido tiene nuestra existencia, y si realmente vivimos de una forma sana o enfermiza, es decir, si vivimos de acuerdo con lo que somos o hemos de ser.
En este sentido la crisis produce efectos sorprendentes. Puede resultar una buena oportunidad.
En primer lugar nos afecta al ámbito de la convivencia. La crisis nos ha obligado a convivir de una manera más estrecha e inmediata con las mismas personas, durante tiempos más prolongados, casi siempre sin posibilidad de evasión o compensación de monotonías y aburrimientos. Es una gran prueba. La convivencia se puede hacer difícil. Porque entonces sale a la superficie lo que, quizá sin darnos cuenta, llevamos dentro. A veces la bondad, que permite descubrir en el otro valores inesperados e incluso estrechar más los lazos de afecto; otras veces, por el contrario, surge el mal genio, las manías, la incapacidad para “soportar” debilidades y limitaciones ajenas. Entonces hace difícil el disimulo.
Si somos responsables y seguimos deseando crecer, es entonces cuando vienen las preguntas sobre lo que somos y el sentido de las cosas que vivimos. ¿Acaso no es una de las características que nos definen como personas humanas la necesidad y la capacidad para relacionarnos con los otros? ¿No estamos hechos para la comunicación y la relación con los otros? ¿Qué sentido tiene nuestra convivencia? Y ¿cómo asumir los fallos y errores, incluso conscientes, que degradan o hacen difícil la convivencia?
Buscamos en el humanismo que inspira nuestra fe el sentido profundo de nuestra convivencia. Nuestra visión de la convivencia humana nos hace ir más allá de “soportar” las limitaciones ajenas. Esto sería un paso importante. Pero somos llamados a ofrecer ayuda para caminar juntos. Hemos de crecer juntos, lo cual supone ofrecer posibilidades al otro para corregir y avanzar. No se trata de juzgar y dar lecciones, sino de abrir horizontes y posibilidades de crecimiento. Y hacerlo con todo el cariño del mundo.
Vemos que la crisis, ella sola, no logra estos resultados. Pero sí que puede ser ocasión para que nuestros ideales y valores lleguen a ser efectivos. En este sentido, quizá sea un don de Dios.