Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy me gustaría volver a un tema importante: la relación entre la esperanza y la memoria, con referencia particular a la memoria de la vocación. Y tomo como icono la llamada de los primeros discípulos de Jesús. En su memoria quedó impresa de tal forma esta experiencia, que alguno incluso registró la hora: «Era más o menos la hora décima ( Juan 1, 39)». El evangelista Juan cuenta el episodio como un recuerdo nítido de juventud, que permanece intacto en su memoria de anciano: porque Juan escribió estas cosas cuando ya era anciano.
El encuentro se había producido cerca del río Jordán, donde Juan Bautista bautizaba; y aquellos jóvenes galileos habían elegido al Bautista como guía espiritual. Un día vino Jesús y se hizo bautizar en el río. Al día siguiente pasó de nuevo y entonces el Bautizador —es decir, Juan el Bautista— dijo a sus dos discípulos: «He aquí el cordero de Dios (v. 36)».
Y para aquellos dos es la «iluminación». Dejan a su primer maestro y siguen la secuela de Jesús. En el camino, Él se gira hacia ellos y hace la pregunta decisiva: «¿Qué buscáis?» (v. 38). Jesús aparece en los Evangelios como un experto en el corazón humano. En aquel momento había encontrado a dos jóvenes en búsqueda, sanamente inquietos. De hecho, ¿qué juventud es una juventud satisfecha, sin una pregunta de sentido? Los jóvenes que no buscan nada no son jóvenes, están jubilados, han envejecido antes de tiempo. Es triste ver a jóvenes jubilados… Y Jesús, a través de todo el Evangelio, en todos los encuentros que tiene a lo largo del camino aparece como un «incendiario» de los corazones. De ahí, aquella pregunta suya que busca hacer emerger el deseo de vida y de felicidad que cada joven lleva dentro: «¿Qué buscas?». También yo quisiera hoy preguntar a los jóvenes que están aquí en la plaza y a los que escuchan desde los medios de comunicación: «Tú, que eres joven, ¿qué buscas? ¿Qué buscas en tu corazón?».
La vocación de Juan y Andrés nace así: es el inicio de una amistad con Jesús tan fuerte como para imponer una comunidad de vida y pasiones con Él. Los dos discípulos comienzan a estar con Jesús y enseguida se transforman en misioneros, porque cuando termina el encuentro no vuelven a casa tranquilos: es tan cierto que sus respectivos hermanos —Simón y Santiago— enseguida se involucran en ese seguimiento. Fueron donde ellos y dijeron: «Hemos encontrado al Mesías, hemos encontrado un gran profeta»: dan la noticia. Son misioneros de ese encuentro. Fue un encuentro tan conmovedor, tan feliz que los discípulos recordarán para siempre aquel día que iluminó y orientó su juventud.
¿Cómo se descubre la propia vocación en este mundo? Se puede descubrir de muchos modos, pero esta página del Evangelio nos dice que el primer indicador es la alegría del encuentro con Jesús. Matrimonio, vida consagrada, sacerdocio: cada vocación verdadera inicia con un encuentro con Jesús que nos dona una alegría y una esperanza nueva; y nos conduce, también a través de pruebas y dificultades, a un encuentro cada vez más pleno, crece, ese encuentro, más grande, el encuentro con Él y a la plenitud de la alegría.
El Señor no quiere hombres y mujeres que caminen detrás de Él con desgana, sin tener en el corazón el viento de la alegría. Vosotros, que estáis en la plaza, os pregunto —cada uno se responda a sí mismo— ¿vosotros tenéis en el corazón el viento de la alegría? Cada uno se pregunte: «¿Yo tengo dentro de mí, en el corazón, el viento de la alegría?». Jesús quiere personas que hayan experimentado que estar con Él dona una felicidad inmensa, que se puede renovar cada día de la vida. Un discípulo del Reino de Dios que no sea alegre no evangeliza este mundo, es uno triste. A predicador de Jesús no se llega afinando las armas de la retórica: tú puedes hablar, hablar, hablar pero si no hay otra cosa… ¿Cómo se convierte en predicadores de Jesús? Custodiando en los ojos el brillo de la auténtica felicidad. Vemos muchos cristianos, también entre nosotros, que con los ojos te transmiten la legría de la fe: ¡con los ojos!
Por este motivo el cristiano —como la Virgen María— custodia la llama de su enamoramiento: enamorados de Jesús. Claro que hay pruebas en la vida, hay momentos en los que hace falta ir hacia delante a pesar del frío y los vientos contrarios, a pesar de tantas amarguras. Pero los cristianos conocen el camino que conduce a aquel fuego sacro que les ha encendido una vez para siempre. Pero por favor, os lo pido: no hagamos caso a las personas desilusionadas e infelices; no escuchemos a quien recomienda cínicamente no cultivar esperanzas en la vida; no nos fiemos de quien apaga desde el principio cada entusiasmo diciendo que ningún esfuerzo vale el sacrificio de toda una vida; no escuchemos a los «viejos» corazones que ahogan la euforia juvenil. ¡Vayamos donde los viejos que tienen los ojos brillantes de esperanza! Cultivemos, en cambio, sanas utopías: Dios nos quiere capaces de soñar como Él y con Él, mientras caminamos bien atentos a la realidad. Soñar con un mundo diverso. Y si un sueño se apaga, volver a soñarlo de nuevo, llegando con esperanza a la memoria de los orígenes, a esos brazos que, quizá después de una vida no tan buena, se han escondido bajo las cenizas del primer encuentro con Jesús.
He aquí, por tanto, una dinámica fundamental de la vida cristiana: acordarse de Jesús. Pablo decía a su discípulo: «Acuérdate de Jesucristo» ( 2 Timoteo 2, 8); este es el consejo del gran san Pablo: «Acuérdate de Jesucristo». Acordarse de Jesús, del fuego de amor con el que un día concebimos nuestra vida como un proyecto de bien, y reavivar con esta llama nuestra esperanza.