Fecha: 24 de enero de 2021
La celebración del Domingo de la Palabra de Dios constituye una ocasión para que nos preguntemos sobre el lugar que ésta ha de ocupar en la vida de la Iglesia y en la nuestra como discípulos del Señor. Vivimos momentos en los que experimentamos dificultades serias para la evangelización; en los que, incluso en el interior de la Iglesia, se da prioridad al hacer sobre el creer, con lo que el testimonio cristiano puede perder profundidad espiritual. En esta situación debemos preguntarnos qué respuesta estamos llamados a dar para buscar caminos para evangelizar nuestro mundo y alimentar nuestra fe, de modo que la vida cristiana no se convierta en un mero activismo. La respuesta a esta inquietud pasa por un redescubrir la Palabra de Dios como alimento de nuestra vida cristiana y fundamento de la misión evangelizadora de la Iglesia, ya que los cristianos no debemos olvidar que no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo.
La intuición del papa Francisco al instituir esta jornada nace de una convicción: sólo si la palabra de Dios ocupa el lugar que le corresponde en la vida y la misión de la Iglesia podrá ser eficaz el anuncio del Evangelio. No puede haber auténtica evangelización si la sustituimos por palabras nuestras. Nuestras palabras, ideas y métodos pastorales deben estar a su servicio y transparentarla. Cuando todo esto la oculta y la sustituye, se debilita la vida eclesial y no logramos transmitir la fe de forma que se formen auténticos sujetos cristianos, y la evangelización no produce frutos.
La Palabra de Dios no pretende únicamente informar o enseñar; va dirigida al corazón y tiene fuerza para transformarlo. La reacción de los discípulos de Emaús, cuando después de reconocer al Señor en la fracción del pan recuerdan la conversación con Él durante el camino, nos puede ayudar a comprender su eficacia transformadora: “¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las escrituras?” (Lc 24 32). Por eso en ella encontramos distintos tonos. En la segunda carta a Timoteo leemos: “Toda Escritura inspirada por Dios es útil para enseñar, para persuadir, para reprender, para educar en la rectitud, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y esté preparado para hacer el bien” (2Tim 3, 16-17). De hecho, cuando nos acercamos a la Sagrada Escritura descubrimos una Palabra que, en determinados momentos instruye, en otros advierte, en otros exhorta, en otros consuela o anima.
Cuando nos situamos ante la Escritura nos hemos de hacer dos preguntas: ¿Qué dice la Palabra de Dios? La inquietud por encontrar la respuesta a este interrogante nos llevará a profundizar en su estudio, siempre provechoso para la fe, y nos librará de interpretaciones arbitrarias. La segunda pregunta es: ¿Qué me dice? Esta debe llevarnos a abrir el corazón para que la Palabra sea para mí espíritu y vida; y a ponernos a su escucha en actitud orante, para que lo que el Señor quiere realizar en nosotros sea una realidad.