Fecha: 18 de junio de 2023

Hace muchos años conocí el instituto secular “Alianza de Jesús por María”, fundado por el sacerdote diocesano Antonio Amundarain Garmendia a finales del siglo XIX. Es un carisma centrado en Jesucristo y en María. La colaboración con este instituto me ayudó a profundizar en la espiritualidad de la Alianza. Si bien la palabra “alianza” parece que se refería, en primer lugar, al vínculo que se establecía entre los miembros que participaban del carisma, sin duda esta forma de hablar no era ajena a la rica teología y la espiritualidad de la Alianza en el sentido bíblico. Es decir, a la Alianza que establece Dios con su Pueblo, a partir de la cual los miembros de este Pueblo se sienten “aliados”, en comunión unos con otros y son llamados a crear lazos de alianza en el mundo.

Esta intuición nos parece genial. Sobre todo, porque, si algo necesita este mundo nuestro, i también nuestra misma Iglesia, es el establecimiento de auténticos vínculos de alianzas.

Lo más llamativo hoy es la amenaza que detectan los analistas de la realidad social en el sentido del crecimiento de la polarización, las tensiones y los enfrentamientos grupales e ideológicos. Se refieren sobre todo a las luchas políticas, aunque este fenómeno no es ajeno a otros muchos ámbitos de la convivencia. Parece que la mejor defensa de una idea es “hacerlo contra alguien”, porque es lo más eficaz para que te identifiquen con el grupo que el oyente aprecia más, frente a un enemigo supuestamente común… Es el viejo truco, que denominábamos “crear un maniqueo”, es decir, difundir la convicción, o el sentimiento, respecto una persona, un grupo, la idea, que reúne todas las maldades imaginables, objeto por tanto, del odio común. Entonces el criterio propio, naturalmente contrario, aparece nítido y plenamente aceptable: de ese criterio propio vendrán todos los remedios a nuestros males. Lo saben muy bien los estrategas políticos.

Nos da miedo comprobar que este estilo de convivencia se contagia entre las filas de la misma Iglesia. Un comentarista del Evangelio de San Mateo, P. Bonnard, a propósito de Mt 9,36 (“(Jesús) Viendo a la gente, sentía compasión, porque estaban angustiados y desvalidos como ovejas que no tienen pastor”) tuvo la genialidad de citar un texto tremendo de la Regla de la comunidad judía de Qumrán, contemporánea de Jesús. Est texto dice así: “Los levitas maldecirán a todos los hombres de la porción de Belial (= las multitudes no esenias): ¡maldito seas tú en todas las obras de tu impiedad!; que Dios haga de ti un objeto de terror por medio de todos los vengadores de la venganza” (Regla 2,4-5). Hay que decir que ésta era una comunidad retirada en el desierto que, viviendo en gran fraternidad interna, esperaba al Mesías, que nacería de aquel ascetismo compartido, aquella radicalidad de vida en el cumplimiento de la Ley y la oración…

La visión de Jesús sobre la multitud es bien distinta: nace de su compasión. En primer lugar, detecta el mal que sufre la gente. En segundo lugar, da a entender que este mal consiste sobre todo en la dispersión (cada uno “a la suya” sobreviviendo en su soledad). En tercer lugar, sin negar la responsabilidad de los mismos que sufren, apunta que este sufrimiento es debido a que no tienen pastor.

Cada vez que el pueblo sufre dispersión es porque ha perdido la llamada a estar juntos, ha olvidado el origen de esta llamada o los instrumentos que la mantienen viva, como por ejemplo carecer de un solo pastor. En efecto, él, el pastor, nace de la gran Alianza que vincula al pueblo y lo constituye en unidad de hermanos para el Señor: “seréis mi Pueblo” (Ex 19,6).