Fecha: 5 de noviembre de 2023

Es una bendición que la liturgia nos recuerde cada año la muerte propia y ajena. Gracias a este recuerdo los creyentes no vivimos en la ignorancia, el engaño y el sin sentido: nuestra fe cuenta con la realidad, tal como se da, y la muerte es el hecho más cierto e incuestionable de nuestra existencia. Ya la vida nos acerca constantemente a la realidad de la muerte. Cada uno sabrá cómo la vive. Los cristianos llegamos a celebrarla.

Una celebración que tiene sentido solo si hemos conseguido vivir la relación misteriosa que existe entre la muerte y el amor. Es realmente curiosa la relación humana entre el hecho más deseado, el amor, y el hecho más odiado, la muerte. En efecto, esta relación misteriosa entre el amor y la muerte se suele dar según tres grandes capítulos: por un lado, la muerte es el radical antagonista del amor; por otro, en la muerte muchas veces está presente el amor; por otro, proclamamos que el amor vence a la muerte.

En primer lugar, constatamos que la muerte es el enemigo declarado del amor.

Basta con recordar las imágenes de la guerra y tantas lágrimas, tantas tragedias y sufrimientos, provocados por la muerte de seres queridos. Parece que el amor esté constantemente amenazado por la muerte en cualquiera de sus manifestaciones, desde las formas leves de pérdida de vida, como son las enfermedades y las crisis humanas en general, hasta la desaparición física de seres amados. El amor es vida y llama a vivir. Como dijo el filósofo Gabriel Marcel: “amar es desear que el otro no muera nunca”.

El amor auténtico no conoce o no acepta el límite o la provisionalidad, sino que está abierto a la eternidad, aun sin ser consciente de ello. Las palabras de los enamorados y sus expresiones más frecuentes, que llenan nuestra literatura y nuestras canciones, son absolutas. Para las personas realistas y serenas, estas palabras de enamorados son “exageraciones” suscitadas por la emoción y no por la razón. Pero sin duda el amor no puede ser mera razón: hay lo que llamamos “razones del corazón”, que despiertan el dolor propio ante el sufrimiento de la persona amada.

Pero la muerte se hace enemigo insoportable cuando el amor se entiende o se vive como posesión del otro; cuando la persona que se dice amar únicamente significa algo que se retiene para tener estabilidad, autoestima, poder, etc. Ciertamente el amor produce en la persona amada estos y otros muchos beneficios, pero ello no justifica que la persona amada se convierta el algo de “mi propiedad”. Basta con evocar las noticias cotidianas de víctimas de la violencia de género: sospechamos que en la mayoría de casos se trata de consecuencias de este amor posesivo, que no soporta el más mínimo signo de pérdida de control…

Si quisiéramos retener una imagen muy expresiva del dolor que produce la muerte al amor recordemos el aguafuerte de Goya, titulado así “El amor y la muerte”, que a finales del siglo XVIII logra expresar, quizá burlonamente, el sufrimiento de la amada por la muerte del amado, que a su vez ha muerto por amor.

¿Desesperación, resignación? Quizá no nos hemos de quedar aquí.