Fecha: 10 de noviembre de 2024
Como decimos, en realidad, vamos a misa, en principio para obedecer el mandato de Jesús, pero sabemos que, obedeciéndole, podemos “seguir viviendo” sin miedo al futuro.
Hay un momento en la celebración de la Eucaristía, que significa nuestra participación en ella (mucho más allá de las cosas que “hacemos” en ella, como cantar, leer, responder, ayudar con gestos, etc.). Es un momento decisivo y único que se vive en tres tiempos: la presentación de las ofrendas, la invocación del Espíritu Santo sobre ellas y el memorial de la Muerte y Resurrección de Cristo.
¿Qué significan estos momentos de la celebración y por qué representan nuestra participación auténtica en ella? Lo entendemos sencillamente al captar el sentido profundo del gesto de la viuda que depositaba cuatro monedas en el tesoro del Templo, seguido del comentario iluminador de Jesús, como nos narra en Evangelio de San Marcos (12,42-44). Lo que allí ocurrió, además de poner en evidencia la vanidad farisaica, coincide plenamente con el momento de la celebración de la Eucaristía al que aludimos.
La viuda va al templo, con toda su pobreza, a ofrecer, como dijo Jesús, “con todo lo que tenía para vivir”. En aquellas pequeñas monedas iba todo cuanto poseía para afrontar el futuro de su vida, es decir, todo lo que le podía ofrecer una cierta seguridad frente al mañana.
El teólogo ya citado W. Kasper lo dice con palabras más solemnes:
“El Espíritu de Dios actúa por todas partes donde alguien rompe la cárcel del egoísmo y de nuevo se inclina hacia los demás; donde alguien deja todo tras de sí, olvida y cambia; donde alguien se lanza al futuro desde su más profunda confianza o acepta su futuro en silenciosa paciencia, confiando en un sentido y misterio últimos.” (El futuro desde la fe, p. 32)
Según estas palabras, la viuda del Evangelio a través de la ofrenda de unas monedas “se lanza al futuro desde su más profunda confianza”. Esta sería la actitud deseable para todos los que nos acercamos a celebrar la Eucaristía. En ella depositamos quizá un par de monedas, una nadería delante de la ofrenda de la viuda, pero lo que se nos pide es que, a través de éste y tantos otros signos, nos presentemos, nos ofrezcamos, nosotros mismos, en los dones que están sobre el altar, el pan y el vino. Sobre ellos es invocado el Espíritu Santo, para que los convierta en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, la ofrenda que, atravesando el momento supremo de amor, el Misterio Pascual, llegue a ser el sacrificio que nos abre el futuro, el Reino de Dios. En ese momento se actualiza (se hace presente) la obra de Cristo en la Cruz, donde se abrió el nuevo mundo, el acceso a la gloria para toda la humanidad.
Esta es la razón por la cual participar en la Eucaristía es la ocasión más propicia para superar los miedos al futuro y vivir profundamente la esperanza.
Quizá tanta gente no logre vivir esta esperanza, porque, teniendo miedo al futuro, tienen más miedo aún a entregar lo que son y tienen para vivir, ofrecer ese par de monedas que les parecen todo un capital. Es significativo que las personas que más han entregado y ofrecido lo que tienen y son, arriesgando su futuro, por ejemplo mediante el voto de pobreza en la Vida Consagrada, son las que más viven la libertad y la alegría en la entrega.
En ocasiones oímos decir: he ido a misa para pedir al Señor que se solucione tal o cual problema. No está mal: en la misa hay muchas intenciones. Pero no pensemos que Eucaristía es exactamente para eso. Cuando salimos de la celebración de la Eucaristía las preocupaciones y los problemas que nos acechan, quizá siguen ahí, pero el cambio interior producido por la participación auténtica en la Eucaristía nos permite afrontar el futuro con más libertad, más confianza, más valentía…
La Misa es la gran medicina para todos los miedos.