Fecha: 10 de julio de 2022

El ser humano tiene como característica básica la relación con sus semejantes. El crecimiento personal en todas sus dimensiones le compete y le compromete a cada uno desde su radical libertad personal que ejerce con todas las consecuencias. Además de la preocupación por su individualidad, que lo hace único e irrepetible, el ser humano tiene una innata búsqueda del otro para compadecerse, para solidarizarse, para construir; previo a todo ello la procreación, la vida que nace, es cosa de dos individuos. También el ser humano busca al otro para enfrentarse y luchar hasta la muerte en favor de su propia dignidad o para oponerse a lo que considera una evidente injusticia.

Todos tenemos experiencia de haber pertenecido a una asociación o a un organismo que nos ha servido para el cuidado y desarrollo de las propias convicciones o para el fomento de las propias habilidades y aficiones. Ha nacido por doquier una gran variedad de asociaciones culturales, deportivas o religiosas que ayudan a tejer una trama social que potencia y enriquece la convivencia. Algunas llevan muchos siglos de existencia. Los estudios sobre la antropología constatan que el ser humano, desde siempre se ha asociado para trabajar, para defenderse o para divertirse. Siempre necesita el apoyo de otro para subsistir. Pinturas y restos fósiles corroboran esta actividad asociativa desde el principio.

En la actualidad hay una queja bastante general respecto a las asociaciones que se centra, sobre todo, en la falta de compromiso explícito de los asociados. Muchas veces abdicamos de la propia responsabilidad y dejamos todo el trabajo en la dedicación entusiasta de unos pocos. Eso sí, con una recriminación acusando que todo lo hace el mismo o que no sabe delegar o distribuir las tareas que benefician a todos. Hay otra queja que oigo en repetidas ocasiones, la falta de personas jóvenes que puedan relevar a las generaciones anteriores.

Mi comentario de hoy no aspira a constatar situaciones o a reconocer evidencias. Pretender resaltar los aspectos positivos de las asociaciones juveniles, agradecer su existencia, apoyar sus justas finalidades, colaborar en sus planteamientos de igualdad, de libertad, de paz…son algunos de los propósitos que todos deberíamos potenciar.

En un plano más cercano a mi cosmovisión quiero insistir en que hay todavía, gracias a Dios, grupos cristianos en las parroquias, en los centros educativos o al amparo de alguna comunidad religiosa. Sus miembros se reúnen para rezar, para cantar o para formarse; también para dedicar parte de su tiempo a los más frágiles de la sociedad, sean niños, ancianos o emigrantes; son conscientes, en definitiva, de la importancia del mandato de Jesucristo para su crecimiento personal y para el amor a los semejantes. Los adultos y, sobre todo, quienes detentan alguna responsabilidad en la comunidad eclesial están obligados a promover y acompañar a los jóvenes en su formación y compromiso. Tenemos que hacer un esfuerzo por conocer la existencia de esos grupos, sus deseos y sus proyectos. También sus limitaciones y carencias. Todos los cristianos tenemos que manifestar alegría por estas iniciativas juveniles que nos recuerdan a muchos los años pasados en ambientes parecidos y que tanta satisfacción nos ha causado.

La Delegación Diocesana de Pastoral de Jóvenes es un buen instrumento para coordinar todas las actividades que en este ámbito se desarrollan. Colaboremos todos a dar visibilidad a los distintos grupos que enriquecen a nuestra comunidad diocesana y prestan un buen servicio a toda la sociedad.