Fecha: 10 de enero de 2021

Hace pocos días, en una entrevista, un periodista me hizo una pregunta que refleja una idea muy común en nuestros ambientes de Iglesia, sobre el hecho de que la falta de vocaciones puede propiciar que “ha llegado la hora del laicado”. Yo le respondí, como  he expresado en diferentes ocasiones, que la hora del laicado comienza en el momento en que se recibe el bautismo, y que esta “hora” no depende de la fluctuación de las estadísticas de los seminarios y noviciados, porque si aquí en Occidente se diera ahora un reflorecimiento de vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, entonces los laicos ¿deberían dar un paso atrás?

Me viene esta conversación al hilo de la fiesta que hoy celebramos: el Bautismo de Jesús, que significa el inicio de su misión. La voz del Padre revela que Jesús es el Hijo amado del Padre. La Iglesia nos recuerda lo que significa y comporta el bautismo, y la misión del bautizado, porque todo bautizado es ungido por el Espíritu, como Cristo, y participa de su misión en el mundo. El Concilio Vaticano II reavivó la conciencia de la vocación y misión de los laicos. Más adelante, san Juan Pablo II escribió la exhortación postsinodal Christifideles laici, fruto del sínodo de los obispos de 1987 sobre la vocación y la misión de los laicos en la Iglesia y el mundo, que promueve una conciencia más profunda entre todos los fieles del don y la responsabilidad que comparten, en la comunión y la misión de la Iglesia.

En la estela de las enseñanzas conciliares, tanto de los documentos Lumen Gentium (sobre la Iglesia) como de Apostolicam actuositatem (sobre el apostolado seglar), la exhortación Christifideles laici significó un impulso al compromiso de los laicos en la vida de la Iglesia. Una de sus aportaciones fundamentales es el énfasis en la definición del laico por vía positiva, siguiendo la perspectiva abierta por Lumen Gentium. Ofrece una profunda meditación sobre el bautismo como fuente de la identidad laical. Se trata de una visión que tiene su punto de partida en el ser del laico y no, primariamente, en su quehacer ni menos aún, en su “función” o en su “protagonismo”. Del ser del laico se deriva su misión, y es desde ahí como se comprende mejor su lugar en la Iglesia y en el mundo.

La misión evangelizadora del laico proviene de su participación en el triple oficio sacerdotal, profético y real de Jesucristo, con su modo propio. En virtud de su realidad bautismal, el laico es corresponsable en la misión de la Iglesia, con una modalidad que lo distingue, la índole secular. El carácter secular es propio y peculiar de los laicos, que viven en el mundo, implicados en sus trabajos y ocupaciones y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social: estudian, trabajan, establecen relaciones sociales, de amistad, culturales, profesionales, etc. Los laicos contribuyen a la transformación del mundo desde dentro, como el fermento en la masa, mediante el ejercicio de sus propias tareas, guiados por el espíritu evangélico, manifestando a Cristo delante de los otros con su palabra y testimonio, con su fe, esperanza y caridad.

El Papa Francisco, en su exhortación Evangelii Gaudium, ha subrayado de nuevo la dignidad de los laicos y su responsabilidad en la misión de la Iglesia. Más recientemente, del 14 al 16 de febrero, justo antes de la pandemia, se celebró en Madrid el Congreso de Laicos Pueblo de Dios en Salida. El Santo Padre envió un mensaje a los participantes en el que daba las gracias por su conciencia eclesial, por sentirse miembros vivos y corresponsables en la Iglesia local. Les animó a vivir su propia vocación inmersos en el mundo, escuchando, con Dios y con la Iglesia, los latidos de sus contemporáneos, anunciando la Palabra de Dios con pasión y alegría a través del testimonio cristiano.

Que la fiesta que hoy celebramos nos ayude a todos, pues, a vivir nuestra vocación como hijos de Dios en medio del mundo.