Fecha: 9 de agosto de 2020

La relación de cada persona con Dios es un misterio que nadie puede conocer plenamente desde fuera. Este es un principio básico a tener en cuenta cuando se acompañan los procesos de crecimiento. Además, ese ámbito de misterio tiene que ser respetado. Un buen acompañante invita siempre a querer curarse, a abrazar la cruz, a dejarlo todo, y a salir siempre de nuevo a anunciar el Evangelio. La experiencia de ser acompañados nos enseña a ser pacientes y compasivos con los demás y nos capacita para encontrar las maneras de despertar su confianza, su apertura y su motivación para crecer (cf. EG 172).

En la carta del pasado 19 de julio recordábamos que la docilidad al Espíritu Santo es una de las características fundamentales de la persona que acompaña. En realidad, el acompañamiento espiritual último corresponde al Espíritu Santo, y la colaboración humana se ha de ejercer con profundo respeto a su acción, porque de otro modo, podría ser más un obstáculo que una ayuda. No se puede olvidar que en el camino de la fe, cada persona tiene que vivir el encuentro y la relación con Dios y que esa experiencia es algo insustituible.  Dios se hace presente en la vida de cada ser humano, que responde acogiendo o rechazando su llamada.

Cada persona es, pues, un ser único e irrepetible que debe ser acompañado en el proceso de maduración de su personalidad favoreciendo la integración de los tres ámbitos que constituyen el ser humano: el físico, el psíquico y el espiritual. Eso significa, por un lado, potenciar la inteligencia y las facultades intuitivas; significa también ayudar a ordenar las pasiones, los sentimientos y afectos al servicio de la voluntad guiada por la razón, para ayudarle a descubrir su propia identidad, su propio rostro. En este proceso en el que la personalidad se va construyendo, tiene gran importancia elaborar un proyecto de vida, plantearse un ideal.

El acompañamiento sirve también para ensanchar los horizontes. El que acompaña no ha de pretender crear escuela, ni erigirse en referencia o modelo de nadie, porque el único modelo es Cristo y el maestro interior es el Espíritu Santo. El que acompaña colabora en ese proceso, es una mediación, que tiene su importancia, pero que no debe aspirar a un protagonismo que no le corresponde. Se requiere ese gran respeto a la acción de Dios y ese respeto a la evolución de la persona concreta, a su respuesta, que corresponde sólo a ella y que es fruto de una decisión en la que nadie le puede sustituir.

La gracia de Dios, que está presente en ese proceso, actúa misteriosamente y desborda las capacidades humanas. El ser humano es muy complejo y no es fácil llegar a entenderlo. La comunicación tampoco es fácil cuando se trata de abrir el corazón y explicar los entresijos más recónditos o las experiencias que han marcado la trayectoria de toda la existencia. El camino eficaz pasa por el diálogo sincero, por la búsqueda conjunta de la verdad con actitud valiente y humilde. Porque cada persona es un ser  distinto, difícil de encasillar en los esquemas previos y porque la relación entre los dos interlocutores se sitúa en lo más íntimo de la persona, en el ámbito del espíritu.

El que acompaña ha de tener experiencia, ciencia y sabiduría, y sobre todo, debe ser una presencia amiga. La benevolencia y la amistad son imprescindibles para poder llevar a cabo esa relación de acompañamiento. Esa relación de amistad espiritual se notará en la concordia de las voluntades, que no significa igualdad de las opiniones, pero sí la unión de los corazones y la conformidad de las voluntades para unirse en el objetivo común que les ocupa. También se manifiesta en el hecho de compartir el dolor, y ofrecer consuelo y cercanía en el momento de la prueba. Por último, la amistad se manifestará a su vez en la corrección fraterna, que se debe hacer por amor a la persona acompañada, aunque resulte costoso.