Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy la audiencia estaba prevista en la Plaza, pero debido a la lluvia se ha trasladado al interior. Es cierto que estarán un poco apretados, ¡pero al menos no estaremos mojados! Gracias por su paciencia.

El domingo pasado escuchamos el relato de la Pasión del Señor. A los sufrimientos que padece, Jesús responde con una virtud que, aunque no se contemple entre las tradicionales, es muy importante: la paciencia. Esta se refiere a soportar lo que se padece: no es casualidad que paciencia tenga la misma raíz que pasión. Y precisamente en la Pasión se manifiesta la paciencia de Cristo, que con docilidad y mansedumbre acepta ser abofeteado y condenado injustamente; ante Pilato no recrimina; soporta los insultos, los salivazos y la flagelación a manos de los soldados; carga con el peso de la cruz; perdona a quienes lo clavan al madero; y en la cruz no responde a las provocaciones, sino que ofrece misericordia. Esta es la paciencia de Jesús. Todo esto nos dice que la paciencia de Jesús no consiste en una resistencia estoica al sufrimiento, sino que es fruto de un amor más grande.

El apóstol Pablo, en el llamado “Himno a la caridad” (cf. 1 Co 13,4-7), une estrechamente amor y paciencia. En efecto, al describir la primera cualidad de la caridad, utiliza una palabra que se traduce por ‘magnánima’ o ‘paciente’. La caridad es magnánima, es paciente. Ella expresa un concepto sorprendente, que reaparece a menudo en la Biblia: Dios, ante nuestra infidelidad, se muestra «tardo para la ira» (cf. Ex 34,6; cf. Nm 14,18): en lugar de desatar su cólera ante el mal y el pecado del hombre, se revela más grande, dispuesto cada vez a recomenzar con infinita paciencia. Este es para Pablo el primer rasgo del amor de Dios, que ante el pecado propone el perdón. Pero no sólo eso: es el primer rasgo de todo gran amor, que sabe responder al mal con el bien, que no se encierra en la rabia y el desaliento, sino que persevera y se relanza. La paciencia que recomienza. Así que, en la raíz de la paciencia está el amor, como dice San Agustín: «El justo es tanto más fuerte para tolerar cualquier aspereza cuanto mayor es, en él, el amor de Dios» (De patientia, XVII).

Se podría decir entonces que no hay mejor testimonio del amor de Cristo que encontrarse con un cristiano paciente. ¡Pensemos también en cuantas madres y padres, trabajadores, médicos y enfermeras, enfermos, cada día, en secreto, embellecen el mundo con santa paciencia! Como dice la Escritura, «la paciencia es mejor que la fuerza de un héroe» (Pr 16,32). Sin embargo, debemos ser honestos: a menudo carecemos de paciencia. En lo cotidiano somos impacientes, todos. Necesitamos la paciencia como la “vitamina esencial” para salir adelante, pero instintivamente nos impacientamos y respondemos al mal con el mal: es difícil mantener la calma, controlar nuestros instintos, refrenar las malas respuestas, aplacar las peleas y los conflictos en la familia, en el trabajo, en la comunidad cristiana. Inmediatamente viene la respuesta, no somos capaces de ser pacientes.

Recordemos, sin embargo, que la paciencia no es sólo una necesidad, sino una llamada: si Cristo es paciente, el cristiano está llamado a ser paciente. Y esto exige ir a contracorriente respecto a la mentalidad generalizada de hoy, en la que dominan la prisa y el “todo ahora”; en la que, en lugar de esperar a que las situaciones maduren, se fuerza a las personas, esperando que cambien al instante. No olvidemos que la prisa y la impaciencia son enemigas de la vida espiritual. ¿Por qué?  Dios es amor, y quien ama no se cansa, no se irrita, no da ultimátums, sino que sabe esperar. Pensemos en la historia del Padre misericordioso, que espera a su hijo que se ha ido de casa: sufre con paciencia, impaciente solamente de abrazarlo apenas lo ve volver (cf. Lc 15, 21); o en la parábola del trigo y la cizaña, con el Señor que no tiene prisa en erradicar el mal antes de tiempo, para que nada se pierda (cf. Mt 13, 29-30). La paciencia nos lo salva todo.

Pero, hermanos y hermanas, ¿cómo se hace para acrecentar la paciencia? Al ser, como enseña san Pablo, un fruto del Espíritu Santo (cf. Ga 5, 22), hay que pedírsela al Espíritu de Cristo. Él nos da la fuerza mansa de la paciencia —la paciencia es una fuerza mansa—, porque «es propio de la virtud cristiana no sólo hacer el bien, sino también saber soportar los males» (San Agustín, Discursos, 46, 13). Especialmente en estos días, nos hará bien contemplar al Crucificado para asimilar su paciencia. Un buen ejercicio es también llevarle las personas más molestas, pidiéndole la gracia de poner en práctica con ellas esa obra de misericordia tan conocida como desatendida: soportar pacientemente a las personas molestas. Y no es fácil. Pensemos si hacemos esto: soportar con paciencia a las personas molestas. Se empieza por pedir que podamos mirarlas con compasión, con la mirada de Dios, sabiendo distinguir sus rostros de sus defectos. Tenemos la costumbre de clasificar a las personas por los errores que cometen. No, esto no es bueno. ¡Busquemos a las personas por su rostro, por su corazón y no por sus errores!

Por último, para cultivar la paciencia, virtud que da aliento a la vida, conviene ampliar la mirada. Por ejemplo, no hay que limitar el mundo a nuestros problemas; la Imitación de Cristo nos invita: «Es preciso, por tanto, que te acuerdes de los sufrimientos más graves de los demás, para que aprendas a soportar los tuyos, pequeños.» Recuerda también que «no hay cosa, por pequeña que sea, que se soporte por amor de Dios, que pase sin recompensa delante de Dios» (III, 19). Y, además, cuando nos sentimos prisioneros en la prueba, como nos enseña Job, es bueno abrirnos con esperanza a la novedad de Dios, en la firme confianza de que Él no deja defraudadas nuestras expectativas. La paciencia es saber soportar los males.

Y hoy aquí, en esta audiencia, hay dos personas, dos padres: uno israelí y uno árabe. Ambos han perdido a sus hijas en esta guerra y ambos son amigos. No miran la enemistad de la guerra, sino la amistad de dos hombres que se quieren y que han pasado por la misma crucifixión. Pensemos en este testimonio tan hermoso de estas dos personas que sufrieron en sus hijas la guerra en Tierra Santa. ¡Queridos hermanos, gracias por su testimonio!

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