Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En la catequesis de hoy, que concluye el recorrido sobre los Diez Mandamientos, podemos utilizar como tema clave el de los deseos, que nos permite recorrer el camino hecho y resumir las etapas llevadas a cabo leyendo el texto del Decálogo, siempre a la luz de la plena revelación en Cristo.

Partimos de la gratitud como base de la relación de confianza y de obediencia: Dios, hemos visto, no pide nada antes de haber dado mucho más. Él nos invita a la obediencia para rescatarnos del engaño de las idolatrías que tanto poder tienen en nosotros. De hecho, buscar la realización propia en los ídolos de este mundo nos vacía y nos esclaviza, mientras que lo que da talla y consistencia es la relación con Él, que, en Cristo, nos hace hijos a partir de su paternidad. (cf. Efesios 3, 14-16).

Esto implica un proceso de bendición y de liberación, que son el reposo verdadero, auténtico. Como dice el Salmo: «En Dios solo el descanso de mi alma, de Él viene mi salvación» (Salmo 62, 2).

Esta vía liberada se convierte en acogida de nuestra historia personal y nos reconcilia con aquello que, desde la infancia hasta el presente, hemos vivido, haciéndonos adultos y capaces de dar el peso justo a las realidades y a las personas de nuestra vida. Por ese camino entramos en la relación con el prójimo que, a partir del amor que Dios muestra en Jesucristo, es una llamada a la belleza de la fidelidad, de la generosidad y de la autenticidad.

Pero para vivir así —es decir, en la belleza de la fidelidad, de la generosidad y de la autenticidad— necesitamos un corazón nuevo, inhabitado por el Espíritu Santo (cf. Ezequiel 11, 19; 36, 26). Yo me pregunto: ¿Cómo sucede este «trasplante» de corazón, del corazón viejo al corazón nuevo? A través del don de los deseos nuevos (cf. Romanos 8, 6); que son sembrados en nosotros por la gracia de Dios, de modo particular a través de los Diez Mandamientos cumplidos por Jesús, como Él enseña en el «discurso de la montaña» (cf. Mateo 5, 17-48). De hecho, en la contemplación de la vida descrita por el Decálogo, es decir, una existencia grata, libre, auténtica, benediciente, adulta, custodia y amante de la vida, fiel, generosa y sincera, nosotros, casi sin darnos cuenta, nos encontramos frente a Cristo. El Decálogo es su «radiografía», lo describe como un negativo fotográfico que deja aparecer su rostro —como en la Sábana santa—. Y así el Espíritu Santo fecunda nuestro corazón poniendo en él los deseos que son un don suyo, los deseos del Espíritu. Desear según el Espíritu, desear al ritmo del Espíritu, desear con la música del Espíritu.

Mirando a Cristo vemos la belleza, el bien, la verdad. Y el Espíritu genera una vida que, siguiendo estos deseos suyos, provoca en nosotros la esperanza, la fe y el amor.

Así descubrimos mejor lo que significa que el Señor Jesús no ha venido para abolir la ley sino para darle cumplimiento, para hacerla crecer y mientras la ley según la carne era una serie de prescripciones y de prohibiciones, según el Espíritu esta misma ley se convierte en vida. (cf. Juan 6, 63; Efesios 2, 15), porque ya no es una norma, sino la carne misma de Cristo, que nos ama, nos busca, nos perdona, nos consuela y en su Cuerpo recompone la comunión con el Padre, perdida por la desobediencia del pecado. Y así, la negatividad literaria, la negatividad en la expresión de los mandamientos —«no robarás», «no insultarás», «no matarás»— ese «no» se transforma en un comportamiento positivo: amar, dejar un lugar a los demás en mi corazón, todos los deseos que siembran positividad. Y esta es la plenitud de la ley que Jesús ha venido a traernos.

En Cristo, y solo en Él, el Decálogo deja de ser una condenación (cf. Romanos 8, 1) y se convierte en la auténtica verdad de la vida humana, es decir, deseo de amor —aquí nace un deseo del bien, de hacer el bien— deseo de alegría, deseo de paz, de magnanimidad, de benevolencia, de bondad, de fidelidad, de mansedumbre, dominio de sí. Desde esos «no» se pasa a este «sí»: la actitud positiva de un corazón que se abre con la fuerza del Espíritu Santo.

He aquí para lo que sirve buscar a Cristo en el Decálogo: para fecundar nuestro corazón para que esté cargado de amor y se abra a la obra de Dios. Cuando el hombre sigue el deseo de vivir según Cristo, entonces está abriendo la puerta a la salvación, la que no puede hacer otra cosa que llegar, porque Dios Padre es generoso y como dice el Catecismo, «tiene sed de que el hombre tenga sed de Él» (n. 2560).

Si hay deseos malos que contaminan al hombre (cf. Mateo 15, 18-20), el Espíritu depone en nuestro corazón sus santos deseos, que son el germen de la vida nueva (cf. 1 Juan 3, 9). La vida nueva, de hecho, no es el esfuerzo titánico para ser coherentes con una norma sino que la vida nueva es el Espíritu mismo de Dios que empieza a guiarnos hasta sus frutos, en una sinergia feliz entre nuestra alegría de ser amados y su alegría de amarnos. Se encuentran dos alegrías: la alegría de Dios de amarnos y nuestra alegría de ser amados.

He aquí lo que es el Decálogo para nosotros cristianos: contemplar a Cristo para abrirnos a recibir su corazón, para recibir sus deseos, para recibir su Santo Espíritu.

 

 

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