Fecha: 30 de octubre de 2022

La celebración del Día de Difuntos, 2 de noviembre, con la arraigada costumbre de visitar los cementerios para recordar a los familiares y amigos fallecidos nos plantea la cuestión de la muerte. Ante ella el ser humano tiene sentimientos diversos: temor, angustia, incertidumbre, confianza, serenidad… pero la convicción de que somos mortales y que llegará un día en el que se situará ante el fin. En el recuerdo a los difuntos nos acompaña el cariño la gratitud y la oración. Los cristianos unimos esas tres realidades íntimas con las palabras de Jesucristo, llenas de tranquilidad y de esperanza para ocupar un sitio, como santos (1 de noviembre) en la gloria prometida. Recordad la última frase en el momento de la muerte en la cruz: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”. Contemplando los nombres en las lápidas se nos saltan las lágrimas de los ojos pero reconocemos la gracia de la aceptación y la serenidad que muestra el Señor ante el sufrimiento y la muerte y que nos transmite a todos.

“Cristo no teorizó sobre el dolor: amó y consoló a los que sufren y Él mismo sufrió hasta la muerte, y muerte de cruz. La Iglesia no elabora teorías sobre el dolor pero quiere aportar a la humanidad una vocación de donación preferente hacia los que sufren”, es una cita de una reflexión sobre la eutanasia que los obispos españoles (CEE) publicaron el año 1993. Ha sido también este tema motivo de comentario y polémica en estos últimos meses con la aprobación parlamentaria de una ley sobre la eutanasia. El pasado mes de marzo se publicó otra Nota doctrinal de los obispos sobre la objeción de conciencia que de forma muy expresiva dice: “… se han aprobado leyes que se inspiran en principios antropológicos que absolutizan la voluntad humana, o en ideologías que no reconocen la naturaleza del ser humano que le ha sido dada en la creación, y que debe ser fuente de toda moralidad”. Podríamos añadir otros muchos documentos sobre esta cuestión, cuya opinión no es exclusiva de los obispos sino de todo cristiano. Algunos estudios van más allá y nos recuerdan que esta cuestión no sólo es religiosa sino profundamente humana, de tal manera que otras confesiones y otras cosmovisiones están también en esta línea de actuación.

Los cristianos tenemos una primera convicción que enarbolamos como punto de partida: la vida humana es creada por Dios y dejamos en sus manos el principio y el fin de la misma. Es una convicción basada en una proposición de fe que recitamos constantemente en el Credo. Y no podemos cambiar según las modas culturales de cada momento. Por ello estaremos siempre en contra del aborto y de la eutanasia porque ello significa que alguien pone fin a una vida que ya está concebida en el seno de la madre o la aniquila cuando a un sujeto le parece adecuado terminarla. Y, además de todo ello, parece que “obligamos” a una tercera persona a convertirse en ejecutora de una realidad que sólo corresponde a Dios. Estamos hablando de víctimas y verdugos;estamos hablando de la propiedad del propio cuerpo, como oímos en mil intervenciones propagandísticas en defensa de la muerte, o la atribución de esa capacidad cualitativa al propio Dios de la historia que ha creado todo lo que la tierra contiene.

Es muy apropiado durante estos días hablar de vida y muerte puesto que la sociedad entera se engalana para este recuerdo. Cuando rechazamos la cultura de la muerte estamos reafirmando la cultura de la vida. No en vano con la Resurrección de Jesucristo se nos da una nueva vida para que seamos felices y la podamos compartir con nuestros semejantes. La muerte de Uno solo ha dado la vida al resto de la humanidad. Esto nos lleva a decir que con la vida se llena nuestro corazón de alegría y de esperanza y ante la muerte pedimos una actitud serena y confiada. Algunos ironizan sobre esta postura o, lo que es peor, se burlan. No importa, tenemos la inmensa libertad de opinar y vivir de acuerdo a nuestra fe.