Fecha: 14 de febrero de 2021

Con este lema, la asociación católica Manos Unidas celebra este domingo la jornada de lucha contra el hambre en el mundo. Me gustaría que todas las parroquias e instituciones eclesiales de la diócesis nos uniéramos a esta campaña para concienciarnos sobre este fenómeno tan inhumano e injusto, que nos debería avergonzar a todos y que, además, se ha visto agravado por la pandemia del coronavirus y sus consecuencias. Tenemos una ocasión para compartir nuestros bienes y solidarizarnos con quienes más lo sufren. Algunos estudios indican que en el mundo 1.300 millones de seres humanos viven en situación de pobreza extrema por el hambre, la enfermedad, falta de agua y saneamiento, violencia o exclusión. A ellas, hay que sumar las personas que no disponen de acceso regular a alimentos inocuos, nutritivos y suficientes, que pueden llegar a la cifra de 2.000 millones en nuestro mundo. Además, se prevé que por su impacto negativo en la economía, el coronavirus podría empujar a otros 500 millones de personas a la pobreza.

Manos unidas nos recuerda cada año que los cristianos no podemos permanecer indiferentes ante esta situación, sino que debemos ser solidarios con ellos. La palabra clave de la campaña de este año es la solidaridad. Este compromiso es una exigencia de nuestra dignidad humana, compartida con quienes viven las consecuencias de tantas injusticias que impregnan las estructuras de nuestro mundo. Solidaridad significa que cada uno de nosotros, según las circunstancias, ha de sentirse responsable de los demás. El papa Francisco, en su encíclica Laudato si’ nos ha recordado que en las «condiciones actuales de la sociedad mundial, donde hay tantas iniquidades y cada vez son más las personas descartables, privadas de derechos humanos básicos, el principio del bien común se convierte inmediatamente, como lógica e ineludible consecuencia, en una llamada a la solidaridad y en una opción preferencial por los más pobres» (158). El hecho de pertenecer a una misma naturaleza nos debería llevar a pensar en el otro y a contribuir al desarrollo auténtico de toda persona.

Nuestro compromiso debería ir más allá de recordar estas injusticias un día al año; debería ser permanente y llevarnos a generar actitudes, estilos de vida y modos de consumo compatibles con la protección de la dignidad de todos. E incluso podríamos dar un paso más: si pensamos en las cosas superficiales que deseamos o tenemos quienes vivimos en esta sociedad caracterizada por el confort y el consumo, estaría bien que no olvidáramos unas palabras del papa Francisco en su exhortación apostólica Evangelii gaudium: «los más favorecidos deben renunciar a algunos de sus derechos para poner con mayor liberalidad sus bienes al ser vicio de los demás» (190). De este modo, la solidaridad dejaría de ser un gesto aislado y se convertiría en una actitud que caracterice toda nuestra vida: no tomar ninguna decisión pensando únicamente en nosotros mismos, sino teniendo siempre presentes a los demás. Si somos capaces de contagiar este estilo de vida estaremos contribuyendo a construir un mundo más justo.