Fecha: 26 de diciembre de 2021

Estimados y estimadas. Hoy, el día siguiente de Navidad, a pesar de ser San Esteban ―al coincidir en domingo―, celebramos la fiesta de la familia de Jesús. Lo celebramos en pleno «año de la familia», promulgado por el papa Francisco. Permitidme pues una pequeña reflexión.

Hasta hace pocos años, aquello que se llamaba «núcleo familiar» era una institución casi incuestionable. En cualquier realidad social del planeta, esa unión invisible formada por la descendencia de una misma célula procreadora era tenida como fundamento relacional, garantía educativa y certificaba la seguridad de sus miembros. Las historias de las religiones ofrecen, casi de forma unánime, una defensa de los valores que emanan de esa institución. El cristianismo, a través del modelo de la Sagrada Familia de Nazaret, santifica a la familia y deposita, además de los valores indicados, la semilla de la transmisión de la fe, la acogida de todos sus miembros y un modelo que sirve para el resto de constructos sociales. Se convierte así en una unidad de vida y de amor, fundamentada en una madre y un padre que velan, aman y educan a sus hijos. Pero esta situación ha ido variando en los últimos decenios. La renuncia a los rasgos básicos de relación, educación y seguridad, y la aparición de nuevos modelos de «núcleo familiar», ha hecho surgir una especie de lucha ideológica para definir el concepto «familia» y, más aún, se ha llegado a plantear si este concepto tiene ahora razón de ser. Y no sólo se ha cuestionado su valor, composición y rol, sino que, poniéndola en duda, se le ha atacado de forma cada vez más beligerante. Así, al abrigo de la presunta necesidad de mejorar la vida familiar, se atacan las raíces familiares y se impone la mentalidad de ver en la familia «tradicional» la fuente de todos los males. Esgrimiendo la existencia de familias desestructuradas, se culpa a la institución y no se tiene en cuenta la responsabilidad individual, el componente social, la dimisión educativa ni las políticas que aniquilan la institución.

¿No es un sinsentido cargar sobre las incomprensiones familiares la presencia de la drogadicción, o que si dos personas se casaron frívolamente sin coraje para aceptar a su pareja y acaban fracasando, la culpa es de la naturaleza misma del matrimonio o, aún, que si un chico o una chica se sienten incomprendidos, la sociedad ofrezca como receta la búsqueda de la independencia de los padres? ¿Que hay matrimonios que fracasan? Pues resolvamos el problema, aunque pongamos en riesgo la estabilidad de quienes se mantienen firmes. ¿Que la sociedad debería prestar una mayor comprensión y ayuda a las mujeres que la pobreza o precariedad empuja a abortar? Pues declaremos el aborto un derecho. ¿Que los padres confunden el respeto con el autoritarismo o el abuso de poder? Pues echemos por la borda el respeto, la obediencia y el espíritu de sacrificio y desconfiemos del amor.

Con este panorama, debemos plantearnos: ¿Creemos en la familia? En la defensa de la familia nos jugamos más que nuestra fe cristiana, nos jugamos la supervivencia de la civilización humana. No hace muchos años, oí decir del obispo de Regensburg esta afirmación: «Cuando la familia se haya caído, ustedes podrán ir cerrando sus iglesias». Una afirmación, ciertamente desgarradora y cierta. Pero yo aún añadiría: «Cuando la familia se haya caído, ustedes pueden ir cerrando el mundo».

Vuestro,