Fecha: 23 de febrero de 2020

Lo que queremos decir en este breve escrito tenía plena vigencia hace unas cuatro décadas. Entonces se respiraba otro ambiente. Dentro de la Iglesia la cuestión política impregnaba todo nuestro pensamiento y gran parte de nuestras acciones. La Conferencia Episcopal Española, siguiendo las orientaciones básicas del Concilio Vaticano II y la doctrina de los papas, publicó numerosos documentos y notas para iluminar la presencia de la Iglesia, particularmente de los laicos, en el mundo de la política: recordamos unas orientaciones ya en el año 1972, y en una sola década documentos como “Testigos del Dios vivo” (1985), “Constructores de la paz” (1986), “Los católicos en la vida pública” (1986). Urgían estos mensajes una democracia en plena construcción, la espiritualidad de la acción transformadora del mundo, la llamada al compromiso de los laicos, la presencia de católicos en partidos políticos, etc.

Recientemente se vuelven a escuchar palabras semejantes en el contexto de la revitalización de los cristianos laicos como tales. Quizá también vuelvan estos mensajes a causa de la situación actual de la política. Pero hemos atravesado una época (unos veinticinco años) en la que apenas se escuchaban llamadas sobre esta importante cuestión. Daba la impresión de que la política ya estaba en manos de “profesionales” y que el cristiano no tenía nada que decir al respecto. La democracia ya estaba implantada y la Iglesia, los cristianos como tales, solo tenían que dejar actuar a los partidos políticos, evitando cualquier injerencia. La política formaba parte de ese mundo laico, cuya autonomía el cristiano ha de respetar…

Y la verdad es que los mismos políticos que en su momento aprovecharon el compromiso político de los cristianos para cambiar hacia la democracia o hacia determinadas opciones, se han ocupado de recordar que el hecho religioso, la fe, especialmente la cristiana, debe retirarse a la sacristía y reducirse a un sentimiento íntimo, individual, sin proyección en el ámbito público.

Esta cuestión merece ser analizada en profundidad. Aquí solo podemos aclarar y defender algunas verdades fundamentales.

          La política es el gobierno de la ciudad. Pero no es simplemente una organización y un conjunto de normas. Es decisión y acción concretas, que se fundan en las ideas que se tienen sobre la persona humana, el sentido de su vida y de la muerte, la concepción del “mundo”, del cosmos, de los recursos humanos, las distintas realidades sociales, el trabajo, el dinero, la naturaleza… y, ante todo, en la idea que se tenga de los grandes valores, su escala de preferencia y de los derechos humanos.

          Por eso la política evoluciona. Cambia aun dentro del sistema democrático: nuevos problemas, cambio de sensibilidad y de mentalidad, evolución de la opinión pública, nuevos intereses, nuevos acentos según opciones de partido…

          En este sentido, el cristiano, además de aportar un fundamento a los valores y los derechos humanos, los define y los defiende según la idea de mundo y de humanidad que nos ha transmitido Jesucristo. Así mismo el cristiano laico entenderá la acción política concreta como un servicio comprometido en la transformación del mundo acercándolo al proyecto del Reino de Dios.

De una forma u otra, directa o indirectamente, el compromiso del cristiano en la política es insoslayable. Es misión recibida de Cristo. No aceptarla significa un pecado “de omisión”. Asumirla es servir a Cristo en el ejercicio de la caridad política. Es lo que Él espera de nosotros.