Fecha: 14 de mayo de 2023

El camino de la Pascua no solo acaba descubriendo el rostro y la mirada (“definitivos”) de Jesús, sino toda su persona, con su misterio, su luz y su poder.

La representación de la persona de Jesús en su integridad sigue siendo un imposible, pues sigue perteneciendo al misterio inefable. Pero las posibilidades del icono se ponen al servicio de nuestra oración contemplativa.

Recuperamos la virtualidad de los colores. En su conjunto los azules, el rosa, el dorado, armonizan entre sí, con la serenidad que refleja el rostro. Algún especialista llega a decir que esa armonía recuerda la de la música. El azul del manto cubre la túnica roja de Jesús, como su humanidad viste a su divinidad (en contraste con la representación de María, en la que el rojo de la divinidad cubre el azul de su humanidad). Bien entendido que la humanidad de Jesús no solo es un “vestido” de la divinidad, sino una realidad verdaderamente asumida en unidad de persona. Pero su manto de humanidad ha hecho visible, accesible y cercana su divinidad: es el rostro profundamente humano del Dios cristiano. El Verbo, a través del cual Dios se nos comunica, ha alcanzado el punto máximo de vinculación con nosotros y con nuestra historia.

En ese sentido el libro de la Sagrada Escritura, que sostiene en su mano izquierda se ha de ver en continuidad con su humanidad, con la túnica que cubre su manto. Todas las letras de la Escritura, del Antiguo y del Nuevo Testamento, hablan de Él, revelan su misterio, de la misma forma que su humanidad. El libro está abierto, porque según el Apocalipsis Él, cordero herido, fue el único capaz de abrir sus sellos, es decir su sentido profundo y auténtico (cf. Ap. 5,6-9). Todo en Jesús es comunicación, comunicación de amor, donación de sí mismo.

Su mano derecha bendice. Toda su obra fue bendición, la bendición única y definitiva para la humanidad, como dicen los evangelios que “ascendió mientras les bendecía” (Lc 24,50). Es el Salvador, que otorga el don y la gracia de Dios a todos los hombres. Los tres dedos abiertos quieren recordar las Tres Personas de la Trinidad, mientras que los otros dos hacen referencia a la doble naturaleza de Jesucristo. Es posible ver en los dedos cruzados el monograma de Cristo: la I, la C, el medio y el pulgar cruzados, la X y la segunda C (ICXC = abreviadamente, Jesucristo, en griego)

No faltaron en la historia, ni hoy, quienes negaron la divinidad de Cristo. Pero el icono, con la comunidad de la que procede, tiene claro que debe proclamarse abiertamente la belleza de su humanidad asumida por el Verbo de Dios.

Para valorar la imagen que contemplamos hemos de recordar el paso inmediatamente anterior, el punto desde el que venimos acompañando a Jesús. Es decir, aquel Jesús sumido en la oscuridad del sufrimiento extremo, el Jesús sometido y “fracasado”. Es el momento de proclamar aquello que tuvo su expresión perfecta en el Credo: “se hizo hombre… padeció, murió, fue sepultado… resucitó y está sentado a la derecha del Padre…”. Aquello que inspiró profundas y sencillas oraciones, que poniendo de manifiesto el secreto que fascinaba a San Pablo, el amor en el corazón de la Trinidad. Como esta síntesis del Patriarca Philarète, de Moscú, ante la representación de la Trinidad de Rublev: “El Padre es el Amor que crucifica; el Hijo es el Amor crucificado; y el Espíritu Santo es la fuerza invencible de la Cruz (es decir, del amor mismo)”.