Fecha: 22 de noviembre de 2020

El Papa S. Pablo VI, recién elegido Pastor supremo de la Iglesia, decía al iniciar la 2ª sesión del Concilio Vaticano II en S. Pablo extramuros de Roma (29.9.1963): «Hermanos, ¿de dónde arranca nuestro viaje, qué ruta pretende recorrer y qué meta deberá fijarse nuestro itinerario, de modo que se asiente, sí, sobre el plano de la historia terrena, en el tiempo y en el modo de esta nuestra vida presente, pero que se oriente también al límite final y supremo que estamos seguros no puede faltar al término de nuestra peregrinación? Estas tres preguntas sencillísimas y capitales, tienen, como bien sabemos, una sola respuesta, que aquí, en esta hora, debemos darnos a nosotros mismos, y anunciarla al mundo que nos rodea: ¡Cristo! Cristo, nuestro principio; Cristo, nuestra vida y nuestro guía; Cristo, nuestra esperanza y nuestro término”. Sus palabras dan mucha paz y perspectiva al celebrar al final del año litúrgico la solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo Rey del universo. Es un programa perenne, que no depende de crisis o de bonanzas. “En Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17,28). Él debe ser el fin y el término de toda nuestra acción y existencia.

En esta fiesta proclamamos el evangelio del juicio final: «El rey dirá a los de su derecha: Venid, vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme» (Mt 25,34-36). Jesús habla de un Rey y de un Reino; un Rey de paz y de justicia, que tratará con misericordia a sus hijos; y un Reino que está hecho de compasión y de bondad para todos, especialmente para los más pequeños, los pecadores, los que todo lo esperan de Dios porque reconocen que son pobres. «Se siente una paz tan grande al saberse absolutamente pobre, y no contar más que con Dios, absolutamente pobre», decía Teresita del Niño Jesús. No tener nada, para poderlo tener todo, para dejarse llenar totalmente por Dios. Lo estamos aprendiendo nuevamente, con radicalidad, en tiempos de pandemia. No sabemos interpretarla bien, no tenemos vacunas, ni un poder grande para contrarrestar sus efectos tan mortíferos y expansivos… tenemos miedo y angustia, no podemos planificar, somos pobres… Es entonces cuando estamos mejor dispuestos para acudir a Dios, a su protección y a su amor, para recibirlo todo de Dios y para comportarnos como hermanos, todos hijos de un único Dios.

«Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). Es amando como acogemos el Reino de Dios, como transformaremos el mundo. También decía S. Pablo VI. en aquel famoso discurso: «La Iglesia mira el mundo con profunda comprensión, con sincera admiración y con sincero propósito no de conquistarlo, sino de servirlo; no de despreciarlo, sino de valorizarlo; no de condenarlo, sino de confortarlo y de salvarlo”. Cada uno puede sacar las consecuencias: vale la pena reaccionar, y al mirar el final de la historia, cuando Cristo lo pondrá todo en manos del Padre, poder ser contados entre los hijos perdonados y redimidos. Tengamos esta visión elevada de nuestro destino. “Creed en Dios, y creed también en Mi” (Jn 14,1). Cuando el Señor volverá con gloria, ¡que nos tome con Él y nos dé vida por toda la eternidad!